Lo ha sufrido toda la conciudadanía. Llamas por teléfono a un restaurante de Barcelona para reservar mesa a las dos de la tarde (ésta es una hora que cumple dos requisitos; se adecúa a nuestro biorritmo mediterráneo de ingesta, más tardía que la de los países civilizados norteños, y coincidente con la pausa alimentaria de la mayoría de oficinas y empresas de la ciudad). El trabajador del establecimiento responde que a las dos no podrá ser y que tendremos que adaptarnos a los dos turnos del restaurante; a la una del mediodía o las tres de la tarde. Primer problema: si queremos reservar mesa no sólo es para ejercer de previsores o asegurarnos asiento en el local en cuestión (facilitarles el curro, en definitiva), sino porque la condición de usuarios debiere comportar que el restaurante se adapte a nosotros y no al revés. Pese a quien pese, nos negamos a almorzar a la hora del vermut y tampoco al tiempo en que un madrileño se sienta a la mesa.
El restaurador de guardia responderá a que el doble turno asegura la subsistencia de su negocio, porque dobla la cantidad de sus ingresos con el mismo gasto de trabajadores. Y el barcelonés de toda la vida empezará a disparar misiles contra el sistema de una ciudad parquetematizada por los turistas (la mayoría de la peña del mundo civilizado, en efecto, ya almuerza durante el mediodía) provocando que, a su vez, un montón de establecimientos con terraza donde te dispones a tomar un café o un vermut en la misma franja horaria te prohíban sentarte en sus mesas si no consumes algo más que una anchoa. Como ocurre con las aporías, todo el mundo tiene una parte de razón. Lo que resulta innegable, como consecuencia del problema, es que el sistema de turnos acaba acelerando y poniendo límites y horarios a un acto que nuestra cultura se tomaba con mucha calma. Comas cuando comas, vives estresado por el cambio de turno o el cierre final de la cocina.
El paroxismo de la situación se inflama en los restaurantes donde se ha acabado imponiendo un turno obligatorio de una sola hora para el almuerzo (y no me refiero a establecimientos de fast food). Hace pocos días, comía con una amiga en el centro del Eixample en un correcto restaurante de cuchara y platillo con un menú diario de entre quince y veinte euros. Reservé mesa a las dos, sorprendido de no haber recibido ninguna reprimenda, y no esperaba salir más allá de las tres y cuarto. Pero la velocidad con la que el camarero nos trajo las tres tapas iniciales, el arroz de segundo plato (de hecho, antes de que nos acabáramos el entrante inicial) y la cuenta, sin haberlo pedido, fueron insinuaciones lo suficientemente evidentes como para entender que debíamos largarnos del lugar a las tres. Así acabó la cosa e, insisto, el timing no nos arruinó la vida. Charlamos, comimos con la esperada corrección, e interactuamos verbalmente con nuestra alegría habitual.
O bien… quizás sí que esta cosa de comer a toda leche y cascarse el café como si fuera un chupito de tequila tiene algo de tragedia. Hasta hace cuatro días, nuestra civilización mediterránea se cimentaba en el arte de asociar el almuerzo a un diálogo pausado. Nos choteábamos de los oficinistas yanquis cuando se pimplaban una triste ensalada César ensimismados frente a un Subway y a los pobres nipones devoradores de fideos en las escaleras del metro. Por fortuna, todavía no estamos tan chalados como en estos lugares del mundo y disponemos de restaurantes de confianza en los que podemos entrar dentro de los límites de una franja horaria razonable; pero la obsesión por el turno provoca que las conversaciones se aceleren, que la comida se deguste con más prisa y, en definitiva, que los amigos abandonemos la conversación para convertirla en un repaso de agendas laborales o un simple catch up. Ya tiene gracia, en definitiva, que un simple cuarto de hora acabe convirtiéndose en un animal en peligro de extinción.
Hasta hace cuatro días, nuestra civilización mediterránea se cimentaba en el arte de asociar el almuerzo a un diálogo pausado
Sé que he entrado en la edad de escribir artículos con unas onzas extras de nostalgia. Pero es importante que conste en acta que comer no es ingerir alimentos (por saludables que éstos sean) durante una horita mientras intercambias frases tiktokianas con tu interlocutor sobre cómo va el trabajo. También para recordar que, insisto, este nuevo paradigma del almuerzo híperveloz que vamos instituyendo, quedada tras quedada, representa todo aquello que hasta hace bien poco nos parecía risible –o incluso temible– de muchos países del planeta. Descanse en paz, en definitiva, aquello que en otra época llamábamos almuerzo y su hermana predilecta; la conversación.