La pastelería Escribà de La Rambla se encuentra en la Antigua Casa Figueras, caracterizada por su fachada modernista. ©TheNBP

Escribà/Ascensor

Los comercios ancestrales de Barcelona necesitan de nuestra militancia para sobrevivir (y tendrán la de un servidor): pero también deben ofrecernos un servicio a la altura de su historia

Hacía siglos que no visitaba la pastelería Escribà de La Rambla. En casa nos tienta escasamente la cosa dulce, pero desde que vivimos en el Call nos rodea un ejército tan vasto de excelentes pasteleros que la contención resulta quimérica (en Ciutat Vella, la corona de lo meloso se la lleva Brunells, establecimiento del que ya hemos glosado la suavidad europea de su cruasán). Así pues, volví a Escribà por azar y sentido de justicia, pues si los indígenas del barrio no nos dejamos algo de pasta en los comercios más emblemáticos (ecs) de la ciudad acabaremos con aquello tan barcelonés de llorar cuando acaben bajando definitivamente la persiana. También a fin de reconquistar La Rambla un ratito, por ingenua que sea la idea, visto que nuestra gloria nacional vivirá destinada a ser un océano de guiris por muchos urbanistas del mundo post-comunista que la reconceptualicen (ecs) y por muchas toneladas de buena voluntad que pongamos los militantes de la conservación.

Me había encontrado Christian Escribà alguna noche en plena ruta por las coctelerías del Eixample. Los etílicos (o ex-etílicos, toco madera) no tenemos conversaciones muy profundas, pero cualquier persona podía intuir que, más allá de la melena de científico loco y las gafas de travieso sabelotodo, Escribà gastaba la melancolía de quien, por gusto o imposición, no sólo ha comandado un negocio durante cuatro generaciones, sino que ha logrado ampliar su alcance y sobresalir en la comunicación con excelencia. Estoy seguro de que, por mucho que le duela, Christian entenderá este artículo de un barcelonés que, como decía, irrumpió de nuevo con toda la alegría del mundo en casa Figueras para desayunar y salió de allí abollado a hostias debido a un servicio espantoso que no hace honor a su apellido ni a su historia. Todo el mundo puede tener un mal día, faltaría más, pero hay gestos y costumbres que sólo pueden ser fruto de una burda dejadez.

Como en muchos establecimientos del centro histórico de Barcelona, ​​diría que en can Escribà la lengua catalana es una especie en vías de extinción. Lo saben los supervivientes del barrio: la temeridad de pedir un “cafè amb gel” deriva en comandas de una creatividad inusitada (la apuesta es casi segura: acabaréis pimplándoos un café con leche). Puedo entender que Escribà disponga de una plantilla multilingüe por encontrarse en un lugar comercial donde predomina el inglés, pero asegurar que un grupo de trabajadores entiendan el catalán en un universo como el de una pastelería (donde la pluralidad de comandas es limitada) no me parece una exigencia galáctica. Luego está la escasa rítmica en la atención y esa curiosa tendencia de los camareros a pasearse por un establecimiento con mesas notoriamente desatendidas sin trabajar ni por asomo. Pagaremos lo necesario por los buñuelos, Christian, pero queremos ingerirlos en un plazo algo razonable.

Los barceloneses somos tremendamente injustos y cínicos con la mayoría de comercios ancestrales que querríamos eternos, pero por los que no estamos dispuestos a soltar moneda. Servidora lo ha escrito hasta la náusea y trata de consumir prácticamente todos los días en ellos; por eso, a diferencia de la mayoría de mis conciudadanos, tengo todo el derecho del mundo a publicitar mis enmiendas. Sé que tienes que pagar muchas nóminas y sacar adelante tus negocios en un momento económicamente durísimo e intuyo que te dejas  en ello algo más que la piel todos los días, Christian. Créeme que lo sé. Pero, por lo que más quieras, si pido un café con hielo no quiero volver a ver nunca más la mueca de un camarero que no me entiende ni quiere hacer esfuerzo alguno para llegar a hacerlo en el futuro. Y si me apetece un zumo de naranja lo quiero natural, no fotem. Los buñuelos estaban bastante buenos, hay que decirlo todo, y ante la espantosa atención me los eximieron de la cuenta. Pero eso no es lo importante. 

Los barceloneses somos tremendamente injustos y cínicos con la mayoría de comercios ancestrales que querríamos eternos, pero por los que no estamos dispuestos a soltar moneda

Para quitarme la amargura de encima, y ​​en uno de los pocos instantes de ocio que me permite mi tediosa vida, esa misma noche volví a mi querido bar Ascensor de la calle Bellafila. Acudo al lugar mucho menos de lo que me gustaría, porque ya no consumo elixires (me da mucha vergüenza pedir una tónica en mi antigua cátedra) y Àngel Juez, su ancestral propietario y compañero eterno de conversación, se jubiló hace ya mucho tiempo. Ahora lleva el bar Xavi Juez, quien ha sabido aprender con dolor y paciencia lo mejor de la sabiduría de su titánico progenitor regalando una brisa muy personal, más dulce y tranquila, a uno de los bares históricos de esta ciudad. Cuando entré Xavi no estaba, pero su presencia y determinación impregnaba el ambiente. ¿Había guiris en el lugar? Of course. Pero todos los camareros me entendieron perfectamente y, en menos de dos minutos, ya tenía mi absurdo cóctel sin alcohol entre las manos.

El lector (y el afectado principal del artículo) me dirán, con toda la razón del mundo, que no se puede comparar el trato comercial ofrecido a un cliente habitual con un transeúnte más ocasional. Pero insisto en que hay gestos y categorías de base que deben cuidarse en un establecimiento a toda costa. Insistiré también en las veces que haga falta en que la principal fuente de salvación de nuestros comercios será la capacidad que tengamos de rascarnos el bolsillo para mantenerlos abiertos. Pero nuestra militancia exige también que sus responsables cuiden a los indígenas barceloneses como si fueran un ejemplar en vías de extinción. Porque si seguimos con el paradigma que he visto en el Escribà de aquí acabaremos pirando todos. Si seguimos el del Ascensor, en cambio, intuyo un resquicio de esperanza. Deseo larguísima vida a los dos establecimientos, faltaría más, porque si hay algo que adoro es la continuidad de las cosas bien hechas. 

Haz que vuelva pronto, Christian.