El recorrido por la vida sin rostro de la exposición del CCCB hace pensar y es catártico.

Sin rostro

La máscara no menteix mai (CCCB) es un notable paseo por la vida sin rostro y la cultura de la faz oculta, una exposición especialmente oportuna en un tiempo post-covidiano que será recordado por las imágenes persistentes de caras tapadas

El hecho de cubrirse el rostro es tan antiguo como la cara misma. La cultura occidental se ha escondido y ha filosofado sobre las máscaras desde Las bacantes de Eurípides y la figura del dios Dionisos, el extranjero, el disfrazado, el disruptor de las costumbres ciudadanas. La pulsión humana de ocultarse y protegerse llega hasta nuestros días, un tiempo que –más allá de las muertes, las restricciones de libertad y el nuevo mundo pandémico que nos espera– será recordado básicamente como una época sin rostro, de caras tapadas. Resulta comprensible, por tanto, que los comisarios de esta exposición, Servando Rocha y Jordi Costa, no hayan caído en la pretensión de exhaustividad del fenómeno cultural de la máscara y, a pesar de la habitual ambición archivística y casi empalagosa de can CCCB, hayan optado por delimitar algunos aspectos de la tradición enmascarada leídas desde el actual presente covidiano.

Me ha interesado especialmente que Rocha y Costa se arriesguen iniciando el viaje de la máscara con los disfraces macabros del primer Ku Klux Klan. Los arlequines de la secta racista norteamericana y la vestimenta risible del terror expresa muy bien la ambivalencia de la máscara; por un lado, el acto de taparse el rostro preserva la inmunidad de una supuesta pureza (racial, vírica, cultural…) pero, sin embargo, bajo el acto de esconderse siempre queda latente alguna u otra forma de terror. A su vez, el Klan explica perfectamente el elemento rituálico del objeto que tratamos, purificación que permite al hombre recrearse en su propia ficción, símbolo y “una forma de inmortalidad” (lo explica bien el propio Costa al utilísimo catálogo que acompaña la expo). Como sabían los trágicos griegos, la máscara propulsa nuestra condición ética; por mucho que parezca paradójico, la condición de abrirnos al mundo exige convertirnos en  irreconocibles.

La ejemplificación visual de toda esta filosofada lleva directamente (y algo apresurada) a la cultura criminal del paradigma Fantômas, importado de Francia en la versión folletinesca de Marcel Allain y Pierre Souvestre. Se explica con acierto cómo, especialmente en el país de los vecinos del norte, la figura del delincuente –que utiliza la máscara para situarse más allá de la ley y que burla los objetos de reconocimiento facial cada vez más perfectos que urde la bofia– deriva en la cultura vanguardista surreal de todos los artistas que emplean la máscara para esconder o desfigurar su subjetividad. El criminal, en efecto, es la persona habilidosa y superviviente que absorbe el deseo colectivo de subvertir el orden. La idea es tentadora y, de nuevo, muy actual: de ser una prenda de ropa aparentemente individual y transferible, la máscara transita a devenir símbolo de una colectividad, ya sea en el mosquetero rebelde o en la sempiterna tela del subcomandante Marcos.

Ritual de juramento y admisión del Ku Klux Klan. ©Alabama Department of Archives and History

Todo esto, faltaría más, lo leemos desde el presente y, es oportuno recordar, que la cultura del reconocimiento facial y la pretensión de controlarnos a través del rostro no sea un invento exclusivo del plasta de Mark Zuckerberg. Creo que Rocha y Costa, además de compilar, han tramado (como no podría ser de otra forma) una muestra bastante ideológica, y el énfasis en figuras como el genial Léo Taxil me llevan a pensar que su apuesta es netamente irónica: tarde o temprano el orden nos obligará a ponernos y convivir con una máscara y, por tanto, la solución más viable es que de esta existencia sin rostro saquemos alguna forma u otra de creación. Lo certifica el espacio dedicado a la cultura cabaretera, un muso de la existencia enmascarada que los responsables del invento ligan con acierto al imaginario de los rostros deformados por las bombas en la Primera Gran Guerra. La máscara genera bellezas terribles que nos fascinan.

Cartel de la película de Louis Feuillade Fantômas : À l’ombre de la guillotine.

Toda elección es ideológica, insisto, y resulta sintomático que La màscara no menteix mai enfatice el carácter colectivo/político del hecho enmascarado y olvide la importancia del rostro tapado en la cultura aristocrática y libertina (cuando hay que elegir sintonía clásica se opta por el Mozart de Die Zauberflöte y no el de Don Giovanni y se expone una visión algo simple de la masonería olvidando también el mundo del seductor o del flâneur), un camino que les podía haber llevado a una reivindicación quién sabe si demasiado liberal o de derechas a ojos de la cultureta progre barcelonesa. También, en este exhaustivo recorrido, y más aún si pensamos que el CCCB tiene como lema institucional conectar la cultura de la ciudad con la planetaria, uno no puede dejar de sorprenderse con que los autores no hayan dispuesto ni un trozo de muro a recordar el anarquismo catalán, el transformismo de Joan Brossa y la importancia del ocultismo pop en la Barcelona del postfranquismo.

Escribo enmiendas del típico listillo a quien le cuesta estar contento y satisfecho… pero que se extraña del hecho de que las apelaciones a la cultura nacional sean casi siempre consideradas como algo prescindible. Sin embargo, este recorrido por la vida sin rostro provoca pensamiento y es catártico, y sólo por ello hay que mover el trasero y viajar al Raval para pasear por sus recovecos; más aún, insisto, cuando nuestro tiempo, que debía ser el de la visibilidad total de rostros, pantallas y objetos, se ha convertido apresuradamente en el ocultismo que nos impone la pandemia.

Uno no puede dejar de sorprenderse con que los autores no hayan dispuesto ni un trozo de muro a recordar el anarquismo catalán, el transformismo de Joan Brossa y la importancia del ocultismo pop en la Barcelona del postfranquismo

Precipitaros enmascarados a CCCB, of course, que saldréis de la muestra con unas cuantas preguntas de nivel. Por cierto, comisarios, en lo que atañe a la sala final de la exposición; en casa, las preguntas nos gusta hacérnoslo nosotros mismos; no necesitamos que los académicos y los programadores nos las mastiquen como si fuéramos criaturas de parvulario. Haced el favor de quitar la máscara gigante y los post-it, por favor.

La exposición del CCCB puede visitarse hasta el 1 de mayo de 2022.