Los miro y no sé en qué lado ponerme. Si en el de ellos, si en el de los otros (¿y el de los otros es el mío o yo no tengo lado?). Están juntos, sentados en las escaleras de esta plaza, la plaza Orwell, que es conocida, popularmente y por razones en las que no hay que entretenerse, como La plaza del Tripi. Recuerdo que en la época de antes de la pandemia (¿Es época? ¿La podemos llamar así?) cuando había verano sin mascarilla y sudor compartido (parece que haga una eternidad, ¿no?) se decía que el perro de uno de los bares de la plaza estaba loco porque lamía demasiados tripis del suelo. El loco, en realidad, era el dueño.
Hacen botellón, pero eso ya lo habían hecho antes de la pandemia. Ya era ilegal. Pero no tanto. Había lateros, mojiteros y vendedores de droga por todas partes, y todos sabíamos que guardaban las mercancías (a veces empanadas o a veces hachís) en las papeleras. Todo el mundo se sentaba en aquellas escaleras y comía falafels, trozos de pizza. Y todo el mundo iba en tirantes y unas chanclas no aptas para muchos de los bares, entonces abiertos. Y venía la policía y desalojaba. Y al día siguiente, en aquella plaza, veíamos vasos de plástico con rodajas de limón (un lujo fuera de lugar o una convención imposible de no tener en cuenta) botellas vacías de ginebra y de tónica, y restos de patatas fritas y fantasmitas y ganchitos.
Ahora pasa más o menos lo mismo, pero la sensación es otra, por la pandemia. Viene la policía y los desaloja. Son más, porque los bares están cerrados y mirar, mirar, mirar y volver a mirar, y acercarse a alguien que te ha mirado, le gusta a todo el mundo y ahora no se puede hacer, y nadie puede estar eternamente en el balcón aplaudiendo. Salen en el TN, porque son insolidarios, porque beben en la calle, porque bailan y no pueden dejar de hacerlo. También es cierto que las cenas finolis de seis burbujas diferentes en casas particulares y un cocinero contratado no salen en ninguna parte. Y yo no sé dónde ponerme. Podría bailar, podría no bailar. Podría ser la más sociable, podría ser la más salvaje. Podría necesitar a todo el mundo, podría no necesitar a nadie. Podría pasar con un trozo de pan y queso y podría no pasar sin una comida maravillosa.
Observo a mi hija y a su generación. Nacieron en 2007, el año del Cerdo Dorado, me decían en los restaurantes chinos cuando me veían con la barriga. Es un año de buena suerte. Todos ellos, ahora adolescentes, están desarrollando una pereza sorprendente por “quedar” con amigos y compañeros. Prefieren hablar por whatsapp. Y eso sí que no se lo perdono a la pandemia