Si hay algo típico de un/a barcelonés/a de pura cepa es que nunca va a la playa de Barcelona. La encuentra fea, sucia, llena de gente y un reclamo para los turistas. Incluso hay quien la encuentra insegura. Aunque suelo cumplir con todos los estereotipos camacos, estoy muy lejos de ser una hater de las playas de nuestra ciudad. Este rechazo barcelonés hacia su costa es algo que nunca he entendido. Y menos, durante el tiempo que viví en Madrid.
Durante muchos años, Barcelona vivió de espaldas al mar. Desde los Juegos Olímpicos, tenemos la suerte de poder ir a la playa andando, en bici o en transporte público a muy poco tiempo desde casa. Es un privilegio que pocas grandes ciudades tienen. Evidentemente, no tienen la belleza de las calas de la Costa Brava o de las playas del Delta de l’Ebre. Y no, no te negaré que algunos de los estereotipos y críticas que se realizan a las playas barcelonesas son ciertos. Sin embargo, considero que tenemos, en líneas generales, unas playas urbanas muy correctas, que permiten disfrutar del sol, la arena y el mar de forma gratuita, desde primavera hasta otoño. Debido a la crisis climática, también durante algunos días de invierno.
Pese a la mala fama que tienen las playas barcelonesas, seis de ellas tienen la bandera azul. Es decir, la distinción que otorga la fundación europea de Educación Ambiental para aquellas playas que cumplen una serie de condiciones ambientales y de instalaciones. La bandera azul la tienen las playas de Bogatell, Mar Bella, Nova Mar Bella, San Sebastià, Somorrostro y zona de Banys del Fòrum.
No seré yo quien anime a los barceloneses y barcelonesas a llenar las playas —me quedaría con menos espacio para mí y mis amigas— pero sí seré yo quien haga un alegato en defensa de las playas de la capital catalana. Opino que es uno de los múltiples elementos que la convierten en la mejor ciudad del mundo.