¡Son los rascacielos, estúpido!

El Telenotícies de TV3 emitió, hace unos días, una pieza muy interesante sobre arquitectura que repasaba algunos grandes proyectos que habrían transformado Barcelona, ​​tal y como la conocemos hoy en día, pero que nunca se llegaron a realizar. Se explicaba que, hace más de 125 años, la ciudad pudo tener un centro lleno de rascacielos. Edificios de más de 200 metros que habrían convertido plaza Catalunya y calles adyacentes o Vía Laietana en una especie de Manhattan europeo. 

Grandes construcciones como, por ejemplo, la torre Sellés Miró (130 metros de altura y 30 pisos) que dos arquitectos norteamericanos proyectaron para el espacio de El Triangle. En esta misma ubicación, en la década de los cincuenta, un arquitecto catalán, aunque también formado en Estados Unidos, Josep Maria Bosch i Aymerich, proyectó un edificio todavía más colosal: 40 plantas y 140 metros de altura. Tanto uno como el otro quedaron en papel mojado, supuestamente, por el impacto visual que habrían tenido en el paisaje urbano.

Me gusta este tipo de ciencia ficción del pasado que supone descubrir la Barcelona que pudo haber sido. A menudo también repaso, con una mezcla de fascinación e indignación, imágenes antiguas de arquitectura de la Barcelona que ya no existe y, por ejemplo, juego a imaginar cómo sería pasear por una plaza Catalunya donde no existiera la monstruosidad de El Corté Ingés y, en cambio, hubiera sobrevivido el elegante Gran Hotel Colón. O poder tomar un martini en el maravilloso y efímero Bar Torino de Paseo de Gracia. ¡Qué rabia descubrir todo el patrimonio que teníamos hace cien años y ya no está!

Lo más indignante del asunto es que no lo perdimos por culpa de una guerra, un incendio o un terremoto sino, en su mayor parte, por la avaricia de una burguesía depredadora y hortera que derribó alegremente a pico y pala buena parte de lo que sus padres y abuelos habían levantado sustituyendo dichas construcciones por otras de más envergadura, pésimo gusto y poca calidad que han desfigurado completamente la mayoría de calles de Barcelona.

Por no hablar de las nefastas remontas que en los años sesenta destrozaron la armonía de muchos edificios modernistas y novecentistas con el añadido de un par de plantas en la parte superior, aniquilando los elementos decorativos originales, como si les hubiera salido un quiste o un tumor. Uno de los casos más lamentables es el de la remonta que en 1962, con Porcioles de alcalde, se permitió hacer en la Casa Emilia Adrià (Paseo de Gràcia esquina Aragó), una chapuza colosal que estropeó no sólo este edificio del XIX, sino y principalmente la visión de la finca de al lado, la Casa Batlló de Antoni Gaudí. No me diréis que no es de país subdesarrollado.

En fin, es evidente que Barcelona se nos ha quedado pequeña desde hace décadas. Necesitamos más espacio. Se necesitan más pisos y más oficinas –de hoteles ya tenemos suficientes–. El caso es que viendo la pieza que os comentaba sobre la Barcelona que pudo ser se me encendió la bombilla: ¡son los rascacielos, estúpido! ¿Podrían estas grandes construcciones haber solucionado algunos de los principales problemas endémicos de Barcelona? No soy arquitecto, pero a bote pronto se me ocurre que habiendo puesto cientos o miles de nuevas viviendas en el mercado se podría haber evitado que muchos barceloneses tuvieran que irse a vivir fuera y hacer largos trayectos para acudir cada día al trabajo. Incluso, en caso de no querer empezar a levantar torres en medio del Eixample, se podría haber levantado de cero un nuevo barrio residencial lleno de rascacielos en el 22@ o en el Fòrum, como tienen la mayor parte de grandes metrópolis.

No sé si se os habéis dado cuenta, pero en Barcelona se siguen haciendo remontas –no tan lamentables como las de la época Porcioles, pero remontas, al fin y al cabo– y, cada dos por tres, se derriba un pequeño edificio de la primera mitad del siglo XX para construir en su lugar otro algo más alto y a menudo más feo. ¿No habría sido más inteligente construir algunos rascacielos aquí y allá que desfigurar de este modo nuestro patrimonio arquitectónico? ¿A caso no habría sido menor y más concentrado su impacto paisajístico? ¡Ah! Y, por supuesto, no puede ser que la Sagrada Familia, una vez terminada, con sus 172,5 metros de altura, deba ser el techo de cristal de Barcelona.