Estoy seguro que a los tiquismiquis del mundo de la cultura que se pasan las tardes haciéndose la pelota unos a otros desde lo alto de sus torres de marfil y a los progres a sueldo de la administración que consideran perversa cualquier iniciativa privada —tipo franquicia del Hermitage, por poner un ejemplo— les parecerá horroroso el nuevo Moco Museum de Barcelona. Me juego el Picasso que no tengo a que consideran que es demasiado comercial, llamativo, superficial… ¿Un centro de arte contemporáneo que parece una tienda de Bershka donde los jóvenes hacen cola para ver obras de Banksy, Warhol, Basquiat, LaChapelle, Haring o Hirst? ¡No hombre no! ¡Este tipo de museos deben ser crípticos y sus salas deben estar siempre desiertas que, para eso, ya los mantenemos con nuestros impuestos! ¿Un museo que muestra cómo el arte se fusiona con la tecnología más avanzada (TeambLab, piezas NFT…)? ¡Una tomadura de pelo! ¿Un paseo por el arte contemporáneo que acaba con una experiencia onírica inmersiva difícil de olvidar (Diamond matriz de Irma Vries)? Si el público quiere experimentar, ¡que se vaya al CosmoCaixa!
Pues sí, compañeros. El Moco es todo esto y mucho más. Lo visité, por primera vez, el sábado y salí pensando que es una gran suerte que Lionel y Kim Logchies hayan apostado por Barcelona para abrir la segunda sede de su museo. He leído que dudaban entre la capital catalana y Florencia, pero que, al final, estos dos coleccionistas de arte neerlandeses optaron por abrir la sucursal aquí.
El Moco me ha producido un poco el mismo efecto que la Saatchi Gallery de Londres cuando la visité por primera vez hace más de veinte años. O sea, cuando yo también tenía poco más de veinte años. El tiburón de más de cuatro metros conservado en un tanque lleno de formol de Damien Hirst era, por aquel entonces, una de las sensaciones de la Saatchi, un espacio consagrado al arte contemporáneo con piezas que exploraban o pulverizaban sus límites. Un arte que provocaba y escandalizaba. Que hacía que te preguntaras si todo lo que te presentaban como arte no era, en realidad, una gran broma.
El Moco no llega tan lejos en lo de la provocación, pero creo que es un tipo de museo que hasta ahora no existía en Barcelona. Por lo tanto, no solo completa la oferta museística de la ciudad, sino que lo hace con una propuesta a todas luces atractiva para el gran público. Quiero comentar, brevemente, cuatro aspectos que me han gustado especialmente de este nuevo equipamiento:
1.- El público
Una de las mejores cosas del Moco es que sabe atraer a un público que estoy convencido de que no suele ir a museos. Cuando entré en el patio del Palau Cervelló y vi a todos aquellos chicos y chicas haciendo cola me quedé de piedra. La mayoría estaba más cerca de los veinte que de los treinta. Me pareció que llevaban unos outfits estudiadísimos, supongo que para salir guapos en las docenas de selfies que se harían durante la visita. Eran el tipo de personas que puedes ver haciendo cola en las puertas de H&M, cada vez que la multinacional sueca lanza una colección exclusiva de edición limitada. En mi modesta opinión, que cientos de jóvenes decidan que pasar una tarde de sábado en un museo es un buen plan ya me parece una razón para aplaudir la llegada del Moco.
2.- La colección
Hay pocas obras y, evidentemente, la gran mayoría no son las más importantes que han hecho sus autores, pero, en su conjunto, son como un excelente tráiler que te anima a ir al cine a ver la película completa o como un buen aperitivo de esos que te abren el apetito. Porque el Moco creo que debe hacer esto, provocar hambre de arte. Aceptémoslo: no hay muchas personas que, de la nada, se conviertan en apasionadas del arte después de contemplar una sucesión de retablos góticos en el MNAC, el Mitjó de Tàpies o, mucho menos, las nobles paredes de una gran pinacoteca llenas de retratos de reyes y nobles del año del catapum. En cambio, quizá haya unas cuantas que después de visitar el Moco les entren ganas de saber más sobre Warhol, Basquiat, Murakami o Dalí. Personas que tras contemplar Forgive Us Our Trespassing de Banksy —uno de los grandes nombres del Moco— irán retrocediendo en la historia del arte y, tal vez, un día acabarán extasiándose ante la sencillez y la fuerza de nuestro pantocrátor.
En mi modesta opinión, que cientos de jóvenes decidan que pasar una tarde de sábado en un museo es un buen plan ya me parece una razón para aplaudir la llegada del Moco
3.- El espacio
El Moco ocupa el Palau Cervelló, ubicado en el número 25 de la calle Montcada, junto al Picasso y al Museo Etnológico y de Culturas del Mundo. Lo que más llama la atención de la reforma que se ha hecho en el recinto palaciego es el suelo de color blanco inmaculado que le da una apariencia de modernidad y hace lucir las piezas. Todo el museo respira una amplitud acentuada por las paredes de espejos y los techos altos. Sin embargo, la gran afluencia de público obliga a hacer verdaderos equilibrios para gestionar la entrada a las salas dedicadas al arte inmersivo. Por cierto, los responsables del museo deberían revisar a fondo la versión catalana de los textos explicativos porque están llenos de errores.
4.- El descubrimiento
Sin duda, Guillermo Lorca. Las dos salas ocupadas por sus enormes obras me produjeron una gran impresión. Lorca es un artista chileno que pinta cuadros de gran tamaño llenos de escenas tan bonitas y luminosas como perversas e inquietantes que remiten a la mitología y a los cuentos de hadas. El Moco le dedica su primera exposición temporal, Esplendor de la noche. ¡No os la perdáis!
No todos los museos deben ser como el Moco, pero creo que, para Barcelona, es una suerte poder sumar este nuevo equipamiento a su oferta cultural. El Moco Museum Barcelona es un gran escaparate de la contemporaneidad: no sólo por las obras que expone sino también y eso creo que es muy interesante por el público que las admira.