Luis Rubiales RFEF
El presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), Luis Rubiales. © RFEF

El tribunal popular

Me repelen conductas como la de Luis Rubiales. Pero también temo este mundo nuestro donde el único tribunal que existe es el popular.

Que un altísimo diplomático del mundo de la pelota viva en jaque porque ha estampado un beso en los labios de forma no consentida a una campeona del mundo es un éxito incontestable del feminismo. Lo debemos, primordialmente y ante todo, a la tenacidad de las mujeres a la hora de reivindicar el libre albedrío (y el consentimiento) en todo lo que atañe a su cuerpo. Esta transformación cultural no la habríamos liderado nunca los hombres quienes, todavía hoy, despachamos demasiado a menudo un contacto con el cuerpo de una señora como Jennifer Hermoso con un “no es para tanto” o, peor, afirmando que la chica no parecía tan ofendida cuando ocurrió el hecho. Muchos dicen que ésta es una noticia triste porque ha puesto sombra al triunfo español en el mundial: yo diría que la dimisión de Rubiales es un titular aún más importante que tal hito, pues certifica que las mujeres no se conforman con la excelencia, sino que exigirán poder decisorio.

Como podréis imaginar, a mí no me pesa nada perder de vista a un responsable del deporte que celebra una victoria tocándose la huevera ante la mirada de muchas autoridades y espectadores televisivos del mundo. Sin embargo, quizá por cierta rémora judeocristiana, tampoco soy amigo de las lapidaciones públicas y de tanta gente que asume de una forma absolutamente acrítica la condición de acosador del tal Rubiales con el argumento cuñadista según el cual, si es capaz de hacer este tipos de cosas a vista de todo el mundo, en la intimidad debe ser un auténtico monstruo. Lo siento, no compro el deporte adictivo de la especulación, sobre todo si ésta implica el hecho de imputar crímenes con altísimas penas de cárcel de forma tan alegre. Y, puestos a estar pasado de moda, me decanto también por algo tan simple como el perdón; en un mundo donde todo quisque parece más virtuoso que la Virgen María, a mí me gusta recordar que todos tenemos heces malolientes.

Que todos la cagamos alguna vez, vaya. Rubiales se lo ha buscado, primero con unas disculpas imperfectas y después con un discurso exculpatorio en el que ha perpetrado aquello tan machista y bobo de recordar a las mujeres qué es el feminismo auténtico (curiosa la gente para quien todo lo “auténtico” o “de verdad”, mira tú por dónde, suele coincidir con su propio pensamiento). Pero eso da lo mismo, porque ahora mandan la híper-velocidad al valorar una noticia y, en definitiva, el tribunal popular vive en compulsión para dictar sentencia sobre cualquier asunto (incluso, como ocurrió aquí, antes de tener el pequeño detalle de escuchar a las partes afectadas). Esta enmienda no excusa la gravedad del error de Rubiales, ni como éste delata la moral testosterónica del poder futbolero con las mujeres. Pero también me da igual pavor el poder omnívoro del tribunal popular.

Por muy imperfecta que sea nuestra justicia, siempre será más benigna que la lapidación en Twitter y la víscera de las redes en general. Sé que pedir que se escuche a todas las partes y que se investiguen los asuntos antes de emitir un juicio sobre un hecho resulta, hoy en día, una temeridad tan atrevida como permitir que los ancianos puedan ocupar los asientos del metro destinados a su quebrantada salud. La dictadura del tribunal popular es peligrosa (y mirad que, en este tema, yo coincido plenamente en el retrato del individuo en cuestión y con las ganas de perderlo de vista), sobre todo porque en la sentencia del juicio público diviso la misma clarividencia fáctica que en las visiones religiosas. Me asusta un mundo dónde todo el mundo tiene las cosas tan claras que ya no vale la pena preguntarse por nada y en el que todo dios defeca perfume y dicta sentencias morales con inmunidad papal, como si la opinión popular siempre fuera la de mayor exactitud.

Espero que Rubiales se marche pronto, pero temo que la omnipresencia del tribunal popular sea una norma que aceptemos cada días más y de forma absolutamente acrítica. Parece ser que vivimos en un mundo lleno de ángeles donde nunca se cometen errores y dónde cualquiera es el juez perfecto. Habrá que recordarlo también cuando nos toque la respectiva sentencia.