Ya puedes ir enseñando templos expiatorios y fastuosas residencias modernistas a los turistas, que cuando caen rendidos es cuando ponen un pie en el Barri Gòtic. Que no es que el Modernismo no les haga asombrarse, wonderful, beautiful, crazy, pero existe un regusto diferente en las piedras del distrito 01 que les hace entrar exactamente en la dimensión que buscaban. Es exactamente allí de donde intentamos huir los barceloneses, porque lo hemos acabado considerando o bien nuestro Ripoll particular o demasiado caótico para montar la casita y el huerto, pero es precisamente allí donde los turistas encuentran que Barcelona es más Barcelona.
Puedes pasarte horas hablando de las torres hiperbólicas de Gaudí, del Magic Kingdom que es la fachada del Hospital de Sant Pau, del castillo de la Bella Durmiente que es la Casa de les Punxes, del festín de pasteles sacher, sara y massini que es el Parque Güell o del delirante País de las Maravillas que es el Palau de la Música, que cuando verdaderamente consideran que han llegado al corazón de la ciudad es cuando atraviesan la muralla inexistente que los separa de plaza Catalunya abajo. Da igual las historias que los cuentes: de repente les ha penetrado en las orejas una especie de hilo musical de guitarra española y de olor a sol petrificado, como si les hubiera invadido un síndrome de Vicky Cristina Barcelona que no iba en busca de los caprichos de los industriales sino de la huella de los reyes, el vino de las tabernas y el sudor de los menestrales. Para entendernos, el Barri Gòtic, pese a ser el barrio catalán por excelencia, sería su Poble Espanyol.
Todo esto de cara al turista, evidentemente. Ya tenemos unos años, hemos pisado mil rincones y esquinas y sabemos cómo han ido cambiando, cómo han querido domesticar el distrito a base de plazas duras y ramblas del Raval, cómo han querido expulsar todo vestigio de Barrio Chino y todo reducto de bodegas bohemias o establecimientos históricos que han pasado a mejor vida, y como poco a poco se ha ido forjando una particular gentrificación del barrio que, a diferencia de los demás, no ha consistido en pacificar sus calles (suficientemente libres de coches) sino en pacificar su alma. No se ha logrado del todo, claro y especialmente en el Raval, donde muy a menudo parece que cualquier tentativa de intervencionismo quede engullida por la todavía oscura y compleja dinámica social de los alrededores de la plaza Salvador Seguí. Sí se ha conseguido más en el Gòtic, donde antes podías pasar cierto miedo acercándote a las callejuelas más estrechas, y ahora sólo falta que pinten las calles de colores táctico-urbanísticos.
El joven Obama de la mochila no tendría cabida, ni presupuesto. Hablas con los Amics de la Rambla y la manía sigue siendo que los barceloneses no quieren vivir en Ciutat Vella, que apenas quieren comerciar y que, si la invasión de terrazas con sangría es completa, esto es por falta de una idea mejor. Esto y el precio de los pisos, cada vez más difíciles de contener porque la mayoría tienen demasiada historia protegida: tener historia pasa factura, más que nunca, aunque muchos de ellos no tengan ascensor. Que haya inseguridad en las inmediaciones de la Boqueria da igual, algunos políticos ya dicen que lo de la inseguridad es sólo una sensación. Venga a Barcelona si quiere perder el reloj a golpe de navaja, o el bolso a golpe de tirón. Feel Barcelona, live Barcelona. Sensación de inseguridad, sensación de vivir.
Pero dejando de lado el backstage del día a día, que nos sabemos porque no podríamos ignorarlo ni que quisiéramos, lo sorprendente es que la fachada más atractiva para el turista resulta no ser la arquitectura comestible, sino los muros medievales, las calles con nombres de oficio y las plazas Sant Felip Neri con agujeros de metralla ideales como plató. Lo cual debería ser una mina para poder conectar culturalmente al visitante, no con aprendices de Javier Bardem preocupados por el destino del Tíbet, o con repartidores de universalidad con sabor a jerez, sino con las raíces verdaderas de la ciudad. Barcelona no debe ser sólo conocida por los contenedores quemados, evidentemente, pero tampoco por el inocuo “Hola!” Olímpico que inauguraba la campaña de Collboni.
Los rincones del Gòtic no sólo enlazan con el esplendor de los condados catalanes, sino que lo hacen también, de forma directa y saltándose tres siglos, con todas las intenciones del Modernismo y con todo el sueño del Eixample (al menos hasta que llega al Upper y se transforma en Zona Nacional). Quiero decir que Woddy Allen tuvo que soportar nuestra tabarra de pedirle que por favor introdujera citas de catalanidad en su película, y un máster en cultura catalana, y Basté mirando cuadros en el MNAC o Paco Mir o Joel Juan haciendo de figurantes, cuando en verdad los figurantes son los turistas y los protagonistas del Gòtic somos nosotros. No quiero hacer ahora de llama del Fossar, pero los protagonistas son los enterrados en el Born o en las lápidas de la Catedral, tal y como lo fueron siglos más tarde los artífices de las Exposiciones Universales o los maestros de los trencadissos con crocanti. El turista es el figurante y nosotros somos la guapa de la película, pero quiero ir más allá de eso: es que Penélope Cruz también lo es, de figurante. Al igual que el protagonista de la calle Montcada es Picasso, y no un museo Moco que en su publicidad fucsia no se digna ni en acentuar a Dalí.
Todo esto es la antítesis de la “cocapitalidad cultural” con Madrid, de la Marca Barcelona malentendida o del artificial bilingüismo que parece haberse impuesto en la política de comunicación del consistorio. Nuestro Distrito 01, si realmente es identificado por los turistas como el distrito más “auténtico”, deberá ejercer de tal: si te dicen que les gustas, que seas tú mismo, no respondas que tienes la nariz demasiado grande o que la tenora hace un sonido demasiado estridente. Te están buscando a ti, y tú les ofreces imitaciones baratas de lo que se hace afuera. Sólo por si nos habíamos olvidado: el Poble Espanyol no es auténtico. Es una recreación. Es una atracción. Es una mentira. He aquí en lo que no debe convertirse el Gótico, y he aquí el riesgo siempre presente. A los turistas se les permite ser ilusos, los enterradores no siempre lo son.