La jungla del asfalto

Aunque no soy especialmente fan de las películas de ciencia ficción, me fascinan las historias que transcurren en un hipotético futuro post apocalíptico en el que la Humanidad –o sus escombros– se ve forzada a abandonar las grandes ciudades y cómo, en pocos años, la naturaleza se apodera de ellas. Me gusta ver cómo la vegetación va devorando, inexorablemente, los grandes rascacielos, pongamos por caso de Manhattan, cubriéndolos de plantas trepadoras. Como la vida se abre camino y de cualquier grieta insignificante brota una planta que, tiempo después, se convierte en un árbol formidable que hunde las raíces en el suelo y hace saltar el pavimento de las antiguas grandes avenidas, ahora desiertas. De repente, un ciervo atraviesa corriendo la plaza del Rockefeller Center, convertida en un prado de hierba fresca. Quizá huye de una gran manada de lobos hambrientos que tiene la madriguera en Wall Street…

Para encontrar ejemplos de grandes ciudades que acaban engullidas por la naturaleza no es necesario recurrir a la ficción. No hay más que recordar cómo la selva borró todo rastro de las grandes metrópolis mayas de México, Guatemala, Belice, Honduras y El Salvador. También los majestuosos templos de Angkor, redescubiertos siglos después y convertidos en símbolo de Camboya. Ni siquiera hay que retroceder tanto en el tiempo: El 26 de abril de 1986, la central de Chernobyl sufrió el peor accidente nuclear de la historia y más de 100.000 personas que vivían en las cercanías de la planta, especialmente en la ciudad de Prípiat, tuvieron que ser evacuadas a toda prisa. Nadie imaginaba que la Zona de Exclusión de Chernobyl, conocida como “zona muerta”, paradójicamente, se convertiría, al cabo de los años y pese a la radiación, en una especie de santuario animal: miles de ciervos, osos, bisontes europeos, una gran cantidad de anfibios y otras especies campan libremente por este gran espacio. O, al menos, lo hacían hasta que semanas atrás los rusos entraron a sangre y fuego en Ucrania.

He evocado estas ciudades reales o de ficción devoradas por la naturaleza y convertidas en hábitat de toda clase de animales justo cuando en los medios de comunicación coinciden una serie de informaciones que tienen la flora y la fauna urbana como tema. Para empezar, la enésima evidencia de que Barcelona se está convirtiendo en un gran palomar con más de 100.000 aves. Un espacio que comparten con miles de cotorras argentinas y, más recientemente, también con tórtolas turcas. Las incursiones urbanas de los jabalíes, a menudo hasta la mismísima Diagonal, también son cada día más frecuentes. Hay colonias de gatos abandonados y, por supuesto, legiones de ratas que, de vez en cuando, abandonan las cloacas por disgusto de la ciudadanía. Son, todos ellos, vecinos indeseables porque, admitámoslo, no nos gusta tener que compartir la ciudad con unos animales que ensucian, molestan o, directamente, nos dan asco. Excluyendo a nuestros queridos animales domésticos y a los pobres bichos que incomprensiblemente mantenemos encerrados en el zoo, damos por supuesto que las ciudades no son apropiadas para otro ser vivo que no seamos nosotros mismos, los humanos.

Son, todos ellos, vecinos indeseables porque, admitámoslo, no nos gusta tener que compartir la ciudad con unos animales que ensucian, molestan o, directamente, nos dan asco

Sin embargo, Barcelona es una ciudad en transición. Se está alejando a marchas forzadas de un modelo basado en el asfalto y el hormigón para convertirse en una ciudad más verde. Más naturalizada, ojo a este concepto. Una ciudad que no sólo tendrá progresivamente más espacios verdes (plazas, parques, supermanzanas, huertos urbanos, jardines verticales…) sino que éstos tendrán premeditadamente un aspecto más parecido a un bosque o un prado salvaje que a los jardines de Versalles o los campos de golf. Es evidente que ni María Antonieta ni su Petit Trianon son un referente para Ada Colau. Hasta aquí todo muy bien. Sin embargo, la progresiva naturalización de la ciudad sospecho que también comportará una mayor presencia de fauna en la ciudad y no tengo nada claro que todo el mundo lo aplauda con las orejas. ¿Qué papel deben tener los animales en la urbe? ¿Ha pensado alguien en ello? ¿Y si a medida que Barcelona vaya perdiendo asfalto se va convirtiendo en una jungla? A mí, los osos me dan miedo, ¿eh?