DHUB
El DHUB tiene una colección formada por más de 80.000 objetos. ©Arnau Puig

Patrimonialistas contra modernitos

El futuro del Disseny Hub Barcelona ha creado una polémica interesante sobre la aproximación contemporánea a nuestro patrimonio

Muy de vez en cuando, Barcelona genera discusiones artísticas que superan el mero cuchicheo periodístico y la idiotez. Así ha sucedido con el debate sobre el futuro de un equipamiento como el Disseny Hub Barcelona (DHUB para los amigos, el Museu del Disseny de Barcelona para los conocidos, y aquel lugar con forma de grapa en Glòries donde se dice que hacen expos para los saludados). Como ocurre a menudo, los embrollos comienzan con la propia historia de un museo de espacio y presupuesto fastuosos que nació a base de matar a otros de ancestrales –como el Museu de les Arts Decoratives, el Téxtil o el de Cerámica–, todo ello con la intención de constituir un gran núcleo patrimonial de tradición europea (resaltando el legado de bellísimas colecciones nostrades como las de Font i Gumà, Planidura o Rocamora), todo ello para acabar importando el referente museístico de tótems como el Victoria and Albert londinense o el MAK vienés.

Desde hace unos lustros, el Ayuntamiento decidió intentar mantener las aspiraciones del DHUB, pero convirtiéndolo en un museo orientado a la cultura digital y a las industrias creativas, algo que se consolidó con la elección de un director como José Luis de Vicente, acreditadísimo experto en la materia. Sin destruir los vínculos con el pasado, De Vicente ha querido dar un sentido más curatorial al equipamiento, exponiendo parcialmente la colección antigua y derivando el DHUB hacia la creación contemporánea. La noticia ha generado una tendencia muy habitual en nuestra tribu, como es la lucha un tanto artificiosa entre –si me permitís la caricatura– nuestros patrimonialistas más recalcitrantes (indignados por el hecho de que el museo muestre sólo 2.000 piezas de una colección de 80.000 que permanecerá guardada en sus almacenes) y la de los modernitos que se interesan únicamente por la coolness del mundo internauta.  

Ésta es una polarización un tanto simplista y ayuda poco a resolver el tema, porque ni nuestros patrimonialistas son un grupo de carcas románticos ni los actuales responsables del DHUB unos incautos que vivan pendientes de enterrar la cerámica catalana en un almacén. La realidad es algo más compleja. En primer término, cabe decir que el patrimonio del DHUB no se abandonará en una cueva –como el arca de Indiana Jones en la película de Spielberg–, sino que De Vicente y su equipo lo expondrán en muestras temporales para ayudar a contextualizarlo mejor con el diseño del presente. A su vez, y en esto el Ayuntamiento sigue la estela de muchas ciudades del mundo, es lógico que el paradigma de un museo puramente encarado a lo objetual vaya transformándose paulatinamente en un centro focalizado en el diseño, una industria especialmente potente en Barcelona.

Es lógico que el paradigma de un museo puramente encarado a lo objetual vaya transformándose paulatinamente en un centro focalizado en el diseño, una industria especialmente potente en Barcelona

En el fondo, esta pelea tendría una solución tan fácil como la de mantener el actual DHUB y, paralelamente, urdir un equipamiento complementario donde pudiera contemplarse la evolución de las artes decorativas, el textil y etcétera (los únicos museos del mundo que pueden cumplir ambas funciones al mismo tiempo, como he dicho antes, son mamuts con una capacidad de espacio casi ilimitada). Diría que Barcelona tiene lugares de sobras para albergar la antigua colección del DHUB y, al mismo tiempo, dotar al museo de un presupuesto suficiente como para asegurar que la nueva línea contemporánea tenga recursos para prosperar. Con ello llegamos al centro del meollo; el auténtico problema del DHUB es que tiene una misión artística que quiere centrarse en la actividad, pero que el Ayuntamiento riega con un presupuesto misérrimo (una tercera parte de lo que dispone una institución mucho más pequeña como podría ser La Virreina).

Sea como fuere, lo importante es recalcar que Barcelona podría atender a las dos dimensiones –fundacional y contemporánea– de su pulsión histórica por el diseño mediante un proyecto más ambicioso formado por dos equipamientos. Así, además de satisfacer todas las necesidades, nos ahorraríamos esta lucha bizantina entre patrimonialistas y modernitos que, aparte de quijotear las respectivas posiciones estéticas, no produce nada más que compartimentos estancos. Esperaremos –con pocas pretensiones, desengañémonos– que el Ayuntamiento reaccione al debate y actúe pensando en el beneficio del común. Hacer política de altura y disponer de los recursos necesarios; ésta es, as usual, la fórmula mágica de la ecuación.