Hará poco más de una semana, The New York Times publicaba un buen artículo de Lisa Abend dedicado a Barcelona en la serie sobre turismo exprés en 36 horas. Sabemos que una visita fugaz siempre ofrecerá una lectura superficial de cualquier ciudad del mundo, pero el experimento del diario neoyorquino resultaba interesante para conocer los musts que ofrecemos a ojos de un viajero cultureta (más aún en el caso de una periodista que sabe de lo que habla, puesto que ejerció como corresponsal de Time en Madrid). Leído el texto, no es casualidad que una experta en la escena gastronómica de Copenhague como es Abend centre su periplo barcelonés en el estómago. En pocas palabras, si Barcelona puede presumir de algún ámbito de ocio a un nivel de primer mundo (y unos precios ridículos en comparación con la mayoría de capitales del planeta) éste es el de la restauración. En nuestra ciudad, básicamente, se viene a mamar y jalar la mar de bien.
La cronista tiene buen paladar y alaba justamente el oficio de nuestros queridos chefs Rafa Peña (Gresca), Albert Adrià (Enigma), Antonio Romero (Suculent) y Rafa Zafra (Estimar), reservando un espacio importante para el fato de la cocina tradicional representada en el desayuno del Pinocho y la tortilla de patatas de Mantequerías Pirenaicas. A la cronista, dicho sea de paso, le habrá costado mucho menos zambullirse en el universo de la cocina moderna que zamparse unos macarrones decentes, lo que certifica que tocamos de forma excelsa el vanguardismo mientras caemos en la desgracia de descuidar la tradición que lo cimienta. El comentario no es ocioso y hay que tomarse en serio la entrevista que Roger Escapa hacía recientemente al chef Marc Ribas en la que el presentador de Joc de Cartes nos advertía de que en Barcelona sobreviven cuatro reductos excelsos mientras el subsuelo culinario de la ciudad se encuentra a punto quebrar.
Pero todo ello son mandangas si pensamos en una idea que Ribas aporta a la entrevista en cuestión; a saber, que la cocina puede convertirse en una artesanía de altísimo nivel, pero que su esencia, en tanto que consumo alimenticio, nunca igualará el poso cultural del arte. ¿Y qué ofrece Barcelona en este aspecto? Adler se centra, básicamente, en dos tótems de la cosa gaudiniana: la Casa Milà y la Sagrada Familia, recordando también los nuevos proyectos de pacificación urbana en el Mercado de Sant Antoni y sus alrededores, recomendándonos finalmente visitar el museo Picasso y el Moco. Insisto en que todos los resúmenes son injustos, y que la periodista me perdone la osadía; pero si en una visita de 36 horas el arte y la cultura barcelonesas son postales de Gaudí, un museo patrimonial ya vetusto y otro sin un ápice de interés… diría que tenemos un problema bastante serio.
Entiendo perfectamente que, pensando en un lector anglosajón, Adler evite citar algunos atractivos indiscutibles de la ciudad que debe conocer de sobras como nuestras extraordinarias librerías (digámoslo sin tapujos; ¡hay pocas ciudades del planeta con un nivel similar de establecimientos!) o una escena teatral más que digna que tiene la oportuna particularidad de hacerse en catalán (quizás algún día, dicho sea de paso, las luminarias que dirigen nuestro teiatro tendrán la bondad de publicitarse en el mundo, programar pensando también en el espectador de Londres o París, y ofrecer sesiones subtituladas al inglés). Sin embargo, el hecho de que un visitante pueda pasearse más de un día por Barcelona sin consumir cultura más allá de la restauración o a las piedras del Eixample, por excelsas que sean, resulta una desgracia que, de suceder en otra ciudad, generaría discusión.
Si en una visita de 36 horas el arte y la cultura barcelonesas son postales de Gaudí, un museo patrimonial ya vetusto y otro sin un ápice de interés… diría que tenemos un problema bastante serio.
Desgraciadamente, Barcelona lleva bastante tiempo viviendo en la siesta de iniciativas que vayan más allá del food & drinks y, lo que es peor, ha llegado a pensar que cuatro nombres estrella del mundo culinario le salvarán la papeleta. La broma, cuando son los propios restauradores quienes advierten de que muchos establecimientos cerrarán sus puertas en los próximos años, puede acabar en tragedia. No descuido esta industria; de hecho, sería fantástico que alguna lumbrera del Ayuntamiento o de la Generalitat se preguntara cómo puede apoyar más a nuestros restauradores (¡y cocteleros, no os olvido!). Pero también cabría pensar sobre cómo podremos conseguir que nuestra escena musical, teatral, literaria y museística tenga algo más de huella en el mundo. Estaría bien darle algunas vueltas antes de que, por poner sólo un ejemplo, la mayoría de festivales que se hacen en el estado (¡muchos dirigidos por catalanes!) se exilien a Madrit.
La pregunta es tan candente como dolorosa. ¿Algún responsable público de la ciudad piensa en todo esto que os acabo de escribir?