La tradición contestataria y cultureta los barceloneses tiene el hábito de recibir cualquier proyecto urbano o iniciativa económica con el típico fruncido facial despectivo y un “ya hablaremos” que suele esconder un “en principio… no”. Así ha ocurrido con el polémico desembarco de la franquicia museística Hermitage en el puerto de la ciudad, un equipamiento cultural que el Ayuntamiento ya recibió con muchas reservas (en Barcelona tenemos la gracia de sufrir una administración podemita que ya suma bastantes años en el púlpito y en el auto oficial, pero a la que no podemos adjetivar como “casta” porque la alcaldesa se nos ofende) y, de hecho, fue el propio consistorio quien encargó al compañero filósofo Josep Ramoneda un informe con el título “Barcelona no necesita el Hermitage”, un documento de 21 folios (redactado con prisas, lleno de faltas de ortografía elementales y con aportaciones de los directores de museo Judit Carrera, Marko Daniel y el amigo Pepe Serra) en la que el antiguo capataz del CCCB afirmaba que “a estas alturas (enero de 2020), el Hermitage no tiene un proyecto museográfico digno de este nombre”, desestimando el invento como un mero satélite comercial oportunista y un prototipo más de la macdonalización del arte.
Que la izquierda barcelonesa, amamantada por el PSC, se nos ponga exquisita no es una novedad y, en definitiva, es todo un clásico de la ciudad que nuestros intelectuales sólo alaben la llegada de una nueva infraestructura cultural… cuando es dirigida por ellos mismos. En efecto, uno tiene todo el derecho a considerar que el Hermitage no se asienta en un proyecto sólido a nivel artístico, lo que es estrictamente cierto, que busca un público mucho menos sesudo que el espectador que se pasaría horas admirando una instalación de Calder en la Fundació Miró mientras ensaya una tesis metafísica sobre los misterios de la gravedad, lo que también es verdad, e incluso puede escribir mil y un opúsculos sobre cómo el modelo Hermitage acabaría teniendo poca incidencia en el tejido artístico barcelonés. Todo esto es cierto, y ya sabemos que el capitalismo siempre ha excitado la fantasía de la teoría crítica (¿que harían los filósofos sin criticar la cosificación del arte y llorar la muerte de su aura en los libros de Anagrama?); pero es igualmente cierto que la proyección internacional de una ciudad también exige infraestructuras globalizadas y banales que, sin provocar ataques de singularidad, la sitúen en el mapa urbano de la champions y provoquen movimiento de pasta.
A servidor siempre le han hecho gracia las frases del tipo “Barcelona no necesita el Hermitage”, porque esconden la tradicional pedantería conservadora de la progresía. En efecto, Barcelona no necesita del Hermitage, de la misma guisa que podría subsistir sin el MNAC, el Auditori, el TNC, la Fabra i Coats… y seguiría respirando sin los reservados de Via Veneto o las mesitas del Xampanyet. Para no necesitar, Barcelona no necesita nada; ni el Icub (y los funcionarios que hace décadas que trabajan ahí cobrando sueldos nada despreciables), ni las campañas publicitarias en que la alcaldesa Colau nos recuerda lo buenas que están las acelgas. Barcelona podría sobrevivir siendo el huerto urbano rodeado de casitas cuquis con el que siempre ha soñado su intelectualidad progre, pero resulta que hay infraestructuras que la pueden situar en un polo de atracción económica; me importa más bien un pito la colección de arte del Hermitage y, seguramente, pasaré olímpicamente de sus absurdas exposiciones temporales, pero si éstas atraen un turismo algo más pasable que el de chancleta y, de paso, provocan que algunos visitantes acaben inmersos en el CCCB o jalando en Dos Pebrots, pues adelante.
Barcelona podría sobrevivir siendo el huerto urbano rodeado de casitas cuquis con el que siempre ha soñado su intelectualidad progre, pero resulta que hay infraestructuras que la pueden situar en un polo de atracción económica
El consejo del Port de Barcelona ha obrado santamente salvando la parsimonia del Ayuntamiento y concediendo la licencia de construcción al equipamiento ruso que, como todo lo ruso, los tradicionales tiquismiquis de la tribu deben considerar un brazo armado del dictador Putin. Ha hecho bien porque, de no tirar por lo sano, el Ayuntamiento habría convocado debates, simposios, ruedas de prensa y fuegos de campo para dilatar el proyecto durante años para terminar fatigando sus impulsores (el comunismo actúa así; como cualquier totalitarismo, te gana por agotamiento). También ha hecho muy bien el Gran Teatro del Liceu que, con un toque de iniciativa oportuna, ha expresado la posibilidad de urdir convenios con el Hermitage que serían utilísimos de cara a mejorar su proyecto educativo, buscar espacios donde se pudiera interpretar más y mejor la danza y la música contemporáneas o incluso conciertos de cámara. De hecho, el Hermitage podría ser una ocasión fantástica para que Barcelona hiciera honor a su tradición y tuviera un segundo teatro de ópera (del tipo Principal, con unas 500-700 butacas), óptimo de cara a programar el repertorio tardo-renacentista, barroco e incluso contemporáneo que ahora resulta imposible de tramar en condiciones óptimas.
El Hermitage podría ser una ocasión fantástica para que Barcelona hiciera honor a su tradición y tuviera un segundo teatro de ópera
En el límite, la futura imbricación del Hermitage en el tejido cultural barcelonés también dependerá de la voluntad de sus infraestructuras para establecer convenios, como así ocurre con todos los museos del mundo. Entiendo que los carcoprogres de siempre estén más interesados en un tipo de dirección cultural, la que han abanderado durante lustros, que, para ser amables, ha sido del todo menos transparente. A servidor, insisto, le interesa poco el proyecto del Hermitage (mi museo ha sido, es y será la Frick, con aquella salita deliciosa donde los Vermeer pasan su existencia conversando entre ellos durante la inigualada tranquilidad de los mediodías neoyorquinos), pero el proyecto puede abrir muchas más puertas en la ciudad que cerrarlas. De hecho, si el Ayuntamiento sufre por la viabilidad del proyecto artístico y, con toda la razón del mundo, no quiere que pase como en otras ciudades del planeta en que la idea inicial de un museo acaba reconvertida en hoteles y establecimientos donde se practica el noble arte de blanquear capital de forma cutre, lo mejor que podría hacer es implicarse, luchar para que su dirección artista sea co-tutelada por la administración, y atar así sus responsables para que el proyecto sea mucho más poroso, complejo y menos de escaparate.
Pero para hacer todo esto, mire usted, se tendría que trabajar, lo que no suele gustar en exceso a los integrantes de nuestro consistorio “sí-se-puede” y a su corte de antiguos puretas socialistas para quien los proyectos culturales sólo tienen interés cuando ellos son sus mandarines. Servidor, ya saben, se mira las cosas con mucha más parsimonia, con la puñalada siempre a punto en el alma para chotearse del invento, pero alejado de ese hábito tan de la tribu consistente en vivir en perpetua indignación.