El estatus legal del grafiti en nuestra ciudad resulta más complicado de entender que el misterio de la Santa Trinidad. La vigente Ordenanza de los usos del paisaje urbano de la ciudad de Barcelona, consultable en la web del Ayuntamiento, instaura como infracción leve “la aplicación de grafitos o pintadas sobre cualquier elemento del paisaje urbano sin disponer de autorización expresa”. De hecho, el servicio de limpieza barcelonés (consultad el vigente contrato 2021-23) no sólo se jacta de haber realizado más de 164.000 actuaciones contra pintadas durante 2019, sino de introducir “un catálogo de etiquetas que ayude a identificar su autoría a través de un sistema de inteligencia artificial”. La norma, como ocurre a menudo, choca frontalmente con los hábitos de culturetas y de artistas que pueden urdir y encontrar excelentes grafitos en los murales de la Nau Bostik, en la esquina del Parque del Centro del Poblenou o los Jardines de les Tres Xemeneies.
Este último hot spot de los grafiteros barceloneses se hizo especialmente conocido cuando la administración Colau limpió (sic) un mural crítico con el Rey emérito del artista Roc Blackbock, pintado junto a obras críticas con el rapto del rapero Pablo Hasél. La alcaldesa pidió perdón vía Twitter por el acto de censura, prometiendo revisar el protocolo que se había aplicado en tal ocasión, una de las muchas buenas intenciones que han quedado en la nube internauta. Este nuevo caso de ambivalencia con el grafito contrasta con la exposición estrella de este año museístico, precisamente la de un grafitero, Banksy: The Art of Protest, retrospectiva no autorizada de obras del anónimo artista inglés que podéis ver en el Disseny Hub Barcelona, una muestra que ha sido publicitada siguiendo los adjetivos de la espectacularidad (inmersiva, multimedia) y avalada por un gran éxito a escala internacional.
Paseando por la exposición, sorprende que una ciudad donde el grafiti es todavía pseudo-legal haga bandera de un artista tremendamente crítico con el capitalismo que había aprovechado el liberalismo grafitero de los años 90 para dejar alguna impronta en nuestras calles. Para entenderlo vale la pena ver el documental BCN Rise & Fall del grafitero Aleix Gordo y del cineasta Gustavo López, un filme que explica el auge del arte en la calle durante la era olímpica, así como el espíritu sancionador de la administración socialista con el grafiti a partir de las ordenanzas de 2006 y la consecuente represión policial. Varios grafiteros como Pez, dr. Case, Olivia, Dixon y Sixe narran como el espíritu de apertura de una ciudad que consiguió atraer las manos y los colores de artistas internacionales como London Police, Os Gemeos o, ironías de la vida, el propio Banksy, ha terminado en una casi criminalización de la práctica.
Que un espacio como el Hub, erigido como un “laboratorio de las industrias creativas, la divulgación del patrimonio y la cultura de la ciudad a escala global” fije a Banksy como un referente en el arte de la protesta mientras Barcelona todavía pone las cosas difíciles a los artistas del presente (es decir, el patrimonio del futuro) es de esas ironías que uno debe tragarse con cierto estoicismo. De hecho, Banksy (un artista anónimo pero cotizado, auténtico sueño húmedo de las colecciones privadas que conforman la muestra) ha acabado resultando el ejemplo perfecto sobre cómo la protesta puede devenir negocio y, todavía a un nivel más profundo, de cómo Barcelona y su administración parecen abrazar el negocio basado en la protesta contra el capital. Que el colauismo acabe funcionando como una máquina de hacer dinero mientras hace todo lo posible para que la gente no gane demasiada pasta supera su ironía y entra de lleno en el universo de las contradicciones hegelianas.
Que el colauismo acabe funcionando como una máquina de hacer dinero mientras hace todo lo posible para que la gente no gane demasiada pasta supera su ironía y entra de lleno en el universo de las contradicciones hegelianas
Sea como fuere, la institucionalización banksyana nos informa de que el grafito se aceptará mientras resulte una forma de protesta tolerable, y es así como en Barcelona se han impulsado proyectos fantásticos como el Rebobinart (que ha contado con artistas mainstream tipo Lara Costafreda o Paula Bonet para engalanar algunos de nuestros muros), el Murs Liures del Poblenou Urban District, con lugares bellísimos que incluyen residencias artísticas como La Escocesa de la Calle de Pere IV. La situación del grafiti me interesa, insisto, porque ha conseguido crear una industria a pesar de su pseudo-prohibición, regalándonos la idea de que si algo funciona (y encima, es hermoso) lo que uno debe de hacer es sacarle partido; una idea, mira por dónde, que en casa siempre hemos conocido con el nombre de “capitalismo”. Que los artistas tomen nota porque, como ocurrió en los 70, protestar se convertirá en una gran bicoca.
No me extraña que la última coquetería que Banksy se permite con la protesta preinstitucionalizada, en un entorno en el que nuestra identidad resulta cada día más colectiva y fuente de invasión, resulte la persistencia de vivir en el anonimato. Así el artista podrá, mientras condena al mundo del dinero, gastarse los honorarios de sus antiguas piezas circunstanciales en todos los caprichos que le permitan la libertad. Me da una envidia malsana, debo reconocerlo.