Las cabinas telefónicas tienen los días contados en Barcelona. Esta semana, leía en La Vanguardia que, en todo el Estado, este elemento del mobiliario de la vía pública en un año desaparecerá porque ya no será obligatorio que las poblaciones de más de mil habitantes dispongan de cabina telefónica. Ya no hay que tener teléfonos públicos a disposición de todos porque se entiende que, a estas alturas, todo el mundo tiene ya uno personal. O sea que, por paradójico que parezca, el éxito del teléfono ha condenado la cabina a la desaparición.
En las calles de Barcelona todavía hay medio centenar de cabinas telefónicas, aunque sospecho que una parte importante de las mismas hace tiempo que ha dejado de funcionar. Sea por poco mantenimiento o por demasiado vandalismo, presentan un estado deplorable. El 2019, Telefónica constató que, en todo un año, en la mitad de las cabinas de la ciudad no se había hecho ni una sola llamada. ¿No os da un poco de pena?
Tampoco nos engañemos: las cabinas telefónicas no han sido nunca un elemento icónico de Barcelona, como sí lo son para Londres y de qué manera las míticas cabinas rojas. Tanto como los autobuses de dos pisos del mismo color o los taxis negros. Quizá por está razón a la mayoría de barceloneses les da completamente lo mismo que desaparezcan. Es más, ni se darán cuenta que ya no están.
Ya no hay que tener teléfonos públicos a disposición de todos porque se entiende que, a estas alturas, todo el mundo tiene ya uno personal. O sea que, por paradójico que parezca, el éxito del teléfono ha condenado la cabina a la desaparición.
Esta indiferencia, sin embargo, tiene una excepción: la última cabina telefónica del modelo Garza que quedaba en la ciudad. Para entendernos, la que tenía techo y puerta de aluminio y vidrio, y te permitía encerrarte dentro para llamar. Se encontraba ubicada en el barrio de Sant Genís dels Agudells, en el distrito de Horta-Guinardó, donde volverá, una vez rehabilitada, para funcionar como punto de intercambio de libros.
las cabinas telefónicas no han sido nunca un elemento icónico de Barcelona, como sí lo son para Londres y de qué manera las míticas cabinas rojas. Quizá por está razón a la mayoría de barceloneses les da completamente lo mismo que desaparezcan. Es más, ni se darán cuenta de que no están.
Puede que las cabinas pasen a la historia dentro de unos meses porque ya no nos son de utilidad, pero esto no quiere decir que caigan en el olvido. La cabina será, para siempre, un reflejo de la España franquista —impagable José Luís López Vázquez con la cara aplastada contra el cristal de este receptáculo claustrofóbico—, en la fantástica película homónima dirigida por Antonio Mercero, en 1972. También será para siempre un vestuario improvisado para que Clark Kent se ponga el traje de Superman. O el precario refugio de Tippi Hedren, perseguida por los pájaros de Hitchcock. Por supuesto, a los amantes de las novelas de espías como yo, las cabinas telefónicas de calles solitarias de Nueva York, Washington, París, Londres o Berlín siempre nos evocarán la guerra fría.
Las cabinas telefónicas han sido inmortalizadas en infinidad de libros y películas. Por eso no las olvidaremos. Sin embargo, por encima de todo, pervivirán en la memoria sentimental de muchas personas de más de cuarenta años que en la adolescencia y primera juventud, es decir, en la época de los primeros amores, encontraron en ellas la privacidad que no les proporcionaba el teléfono familiar.