A pesar de su evidente decadencia, Barcelona sigue siendo una ciudad líder a la hora de relucir las palpitaciones de un presente determinado. Esta misma semana, sabíamos que el alcalde Collboni se veía obligado a pagar una multa de 50 euros después de haberse grabado en bicicleta (conmemorando el día internacional de las dos ruedas sostenibles) en una zona prohibida del Carrer Avinyó. Pese a ser comprensible que la más alta instancia ciudadana pueda desconocer las contingencias de movilidad de una calle –a pesar de tenerla a 200 metros de su oficina– sorprende que ninguno de sus múltiples asesores se tomara la molestia de mirárselo un poquito. La dejadez convierte la anécdota en categoría, y más aún en una semana en la que hemos sabido que cerraba el Versalles de Sant Andreu y que continúa el destrozo de casas modernistas en el barrio del Farró. La ciudad se nos va muriendo paulatinamente.
Ésta es la misma y espantosa mediocridad patente durante la presente campaña europea, que ha tenido el mérito de haber sido una de las contiendas electorales de nivel más inframental de la historia de la democracia. Es normal que la mayoría de partidos del Viejo Continente hablen poco de los retos que asaltan Europa y que acostumbren a recluirse en los debates internos de más corto vuelo, pero nunca habríamos imaginado algo tan chabacano. El único interés de los debates electorales (que han alcanzado mínimos de audiencia histórica) ha sido comprobar cómo los políticos que se presentan en Catalunya tienen un nivel discursivo que no pasaría ni las PAU. Vista la tragedia general, bastará con rezar porque los países desvelados del nord enllà (muchos de ellos liderados por reaccionarios ultras o populistas progres) no se hayan mirado mucho el espectáculo, porque al final nos acabarán negando cualquier rescate.
El panorama es desolador y por eso tendremos que contrarrestarlo con un buen fin de semana de relax, sobre todo en domingo. La tradición abstencionista manda precipitarse hacia la playa, aunque –en el caso de Barcelona– dirigirse ahí es un deporte de riesgo, pues la costa barcelonesa sólo es garantía de turistada y de una cuota de paellas (tan caras como espantosas) por metro cuadrado de proporciones oceánicas. Yo optaría por un acto de desbarajuste atrevido, como dirigirse a la vermutería predilecta y alargar una ingesta originalmente prevista de olivas y chips hasta una comida opípara como Dios manda. Esto nos ayudará a divisar las dos de la tarde medio entonaditos; acto seguido, recomiendo encarar la segunda parte del día tumbados en el sofá delante de una película entretenida, del tipo Sátántangó de Bél Tarr (450 minutos de duración, dice la Wikipedia), que nos asegure una siesta eterna de pijama y orinal.
Entre pitos y flautas, así tocaremos de cerca el anochecer y uno ya no tendrá tiempo de dirigirse al colegio electoral. La mejor opción para rematar el día será recuperarse de la siesta con una buena ducha y dar un paseo vespertino por Ciutat Vella. Los guiris todavía están por ahí los domingos –bueno, de hecho están todos los días del año– pero tienen la decencia de cenar temprano. Si paseáis por la calle Avinyó en dirección al mar, una ruta magnífica para deambular, no tengáis miedo; porque si incluso el alcalde ha recibido una multa no creo que la conciudadanía tenga la osadía de emularlo. Si todavía os queda un poco de tiempo hasta las primeras encuestas, podéis releer los cuatro periódicos que habíais comprado por la mañana para informados (de hecho, habéis comentado con vuestra costella que el domingo es el gran día de la prensa, “porque hay menos noticias y más contenido”) y de los que no habéis terminado leyendo ni un puñetero artículo.
Tras esta campaña tan apasionante y docta como pocas, la ciudadanía se ha ganado este domingo de holgazanería y el derecho a no seguir participando en la farsa
Tras esta campaña tan apasionante y docta como pocas, la ciudadanía se ha ganado este domingo de holgazanería y el derecho a no seguir participando en la farsa, mientras no se llegue a unos mínimos de racionalidad básica. Ahora, para rematar ese día-del-señor, sólo nos queda pedirnos unos nachos con mucho guacamole y queso –el más infecto posible, a poder ser– y contemplar la hostia planetaria de la partitocracia nacional, especialmente la más patriótica. El batacazo sólo tendrá una contraindicación: Tomàs Molina volverá a TV3 y, desgraciadamente, las lluvias se detendrán de repente y volveremos a la sequía. Pero vale la pena. Pagaremos todas las desalinizadoras de agua marítima que sean necesarias.