Nuestro amigo graciense prototípico es un ser que siempre abandona el barrio de Gràcia en ocasión de su fiesta mayor. Esta persona, que suele definirse como graciense-de-toda-la-vida y nos recuerda demasiado a menudo que Gràcia fue una villa independiente de Barcelona antes de que Cerdà empezara a hacer de mind master del tinglado urbano, ya solía pirarse a las playas Menorca durante las dos últimas semanas de agosto. En aquel momento, nuestro amigo de cromosoma graciense aducía que las fiestas de Gràcia ya no eran lo mismo porque la mayoría de barceloneses (de otros barrios) aprovechaban el colorismo de las calles y la xerinola nocturna para enviarles el sueño nocturno a tomar por el saco y dejarlo todo bien meado. Los barceloneses no gracienses, por tanto, tuvimos el honor de ser los primeros invasores de las fiestas de Gràcia, mucho antes de que el efecto Lonely Planet y los influencers convirtieran el intrusismo en global.
Algunos gracienses han reaccionado a la globalización de su fiesta (aclaramos que “suya” adquiere aquí un sentido de propiedad tanto física como de relato histórico) embadurnando algunas fachadas del barrio con el lema tourists go home. La frase es un compendio de contradicciones interesantísimo, no sólo porque la condición de turista consista esencialmente en el ser que huye de su casa para viajar y por el hecho de que apelar al respeto de un barrio sea difícil de defender maculando las paredes con grafitis sino porque la voluntad de expulsar al viajero acusándole de contaminar un barrio se ha convertido en la forma de xenofobia habitualmente tolerada por el barcelonés sensato. Durante el último lustro, especialmente en Ciutat Vella, las sábanas expuestas en los balcones del vecindario contra la masificación turística rezaban frases del tipo “queremos dormir” u otros sofocos de creatividad como “Barceloneta: el mayor vertedero de Europa.”
Pero la enmienda a la alteridad turística se ha convertido en total. En el fondo, los barceloneses añoramos la forma de vida confinada en la que, por decirlo finamente, la gente tenía la bondad de quedarse en casa y la calle de las ciudades se convirtió en un paraje natural rebosante de jabalíes. Entiendo que muchos indígenas de Gràcia se enfurezcan viendo como las calles del barrio se embuten de colas de turistas que pueden llegar al centenar de metros. Si fuera un crítico cultural mojabragas del CCCB ahora os dispararía un rollo de teoría crítica sobre cómo las ciudades han transitado locamente del paradigma de la habitabilidad al de la visita depredadora y (haciendo honor a la desmedida afición de la tribu por la nostalgia ) apelaría a la recuperación de los barrios por parte de sus aborígenes. Lo lamento: por el contrario, amo a las ciudades porque son depredadoras y ya me gusta que los lugares, en general, no acaben nunca de ser totalmente de alguien.
Amo a las ciudades porque son depredadoras y ya me gusta que los lugares, en general, no acaben nunca de ser totalmente de alguien
El vecino de toda la vida dice que en Gràcia ya no puedes bajar a la calle a improvisar tertulia con los amigos en torno a una mesita de madera porque el barrio está contaminado de pisos turísticos. Desconozco la realidad graciense, pero os puedo asegurar (como inquilino de Ciutat Vella) que si no bajamos a charlar con el vecindario las noches de agosto no es por obra y gracia de la masificación de guiris en los bares ni porque las calles estén rebosantes, sino porque estamos enclaustrados en casa viendo Depp vs. Heard en Netflix y, seamos honestos, porque —si no fuera por en grupo de whatsapp creado para resolver incidencias en la escalera— no sabríamos ni el nombre de la mayoría de nuestros vecinos. No creo que el presente enclaustramiento del barcelonés sea culpa de los visitantes más incívicos que provienen de Nápoles o Toyohashi. Por el contrario, diría que todo ello se debe a haber comprado ciegamente el lema citizens stay home.
Pero ni mi espíritu más naive cambiará una realidad inmutable compartida por todos los barceloneses: sabemos a ciencia cierta que los turistas, como el infierno, siempre son los demás y que, ante cualquier duda, la mejor solución es la nostalgia. Pero, créanme, ni siquiera la nostalgia es lo que era antes. Y, como pasa siempre, mi amigo graciense volverá en breve a su casa (súper bronceado) y podrá contemplar “sus” calles bien limpitas y así cascarse unos scrambled eggs la mar de estupendos en su nuevo local de brunch predilecto.