La siniestralidad de accidentes relacionados con un patinete se ha multiplicado de forma exponencial. ©Mariona Gil

Barcelona, ​​ciudad de supermanzanas y patinetes

Las supermanzanas y los patinetes eléctricos son los protagonistas indiscutibles del debate sobre la movilidad en Barcelona

Como otras muchas ciudades del mundo, Barcelona se enfrenta a la paradoja de vivir un imparable anhelo municipalista hacia la pacificación de las vías tradicionalmente destinadas a los vehículos de motor, mientras, paralelamente, los espacios ancestrales de los peatones sufren la invasión de trastos eléctricos de velocidad creciente. En el caso de nuestra ciudad, el hecho es particularmente curioso dado que (merced a la genial intuición del genio Cerdà) la estructura del Eixample destinaba el ajardinamiento a los interiores de manzana y la rapidez motora a las vías asfaltadas. Historias aparte, parece evidente que las ciudades del futuro reducirán la presencia del motor en su centro (lo debemos celebrar de forma objetiva en lo que respecta a nuestra salud pulmonar), impotentes a la hora de evitar la progresiva conversión de las aceras en autopistas de vehículos de aire más hipster que los coches pero de un efecto igualmente estresante.

Hace varios lustros, nos habría extrañado muchísimo que la paradoja en cuestión –expresada en las polémicas de las supermanzanas y la sobre presencia de patinetes eléctricos, respectivamente– se convirtiera en uno de los hits de la actualidad barcelonesa. Pero la realidad nos muestra que los diarios de la tribu ya tienen secciones dedicadas al tema e incluso han promovido encuestas donde la pacificación de las calles divide más a los barceloneses que a las bullangas del procés. Que el presente caso entre en el mercadeo de la politiqueta lo hace todavía más nebuloso: primero, porque el debate sobre las supermanzanas se ha convertido en uno de los caballos de batalla de la actual administración municipal (a pesar de ser un proyecto creado por el PSC de Hereu y mantenido por Trias cuando fue alcalde) y, segundo, porque el proyecto de Colau no tiene nada que ver con las supermanzanas, limitándose a pacificar algunas vías aisladas.

 La supermanzana es una grandísima idea del urbanismo europeo del XXI (uno de sus padres, dicho sea de paso, es nuestro excelente Salvador Rueda) y la idea de pacificar dos calles, manteniendo una de tráfico, ha derivado en reducciones presenciales de autos de combustión cercanas al 50%. Barcelona habría podido plantearse perfectamente transitar al modelo en cuestión, aprovechando su inigualada cuadrícula y, de hecho, más allá de pintar el asfalto de las calles con colorcitos insufribles en lo estético, podría haberlo levantado por completo para crear zonas verdes o de paso tranquilo. Pero el actual modelo mantiene la presencia abusiva del automóvil y lo único que acabará provocando es más retenciones en las vías cercanas a la vía pacificada (vecinos de la calle Valencia, comprad respiradores). De hecho, lo que más sorprende del debate actual sobre las supermanzanas es que todo dios opina sobre algo que no se les ajusta. 

El actual modelo mantiene la presencia abusiva del automóvil y lo único que acabará provocando es más retenciones en las vías cercanas a la vía pacificada

 Todo quisque sabe, eso sí, que las ciudades del futuro serán mucho más individualizadas, los trayectos comportarán poco más de un cuarto de hora y la presencia de vehículos como el patinete eléctrico o la bicicleta serán crecientes. Es muy lógico que la nueva presencia tensione la movilidad; el año pasado, por ejemplo, la Guardia Urbana acabó multando a 19.796 conductores de patinetes, la mayoría de los cuales por circular por una zona prohibida, saltarse un semáforo y conducir con auriculares o sin casco. Se nota que la bofia barcelonesa cabalga poco por Ciutat Vella, porque calles como la de servidora –aparentemente destinada a peatones– se han convertido en una auténtica autopista de estos vehículos y la mayoría de sus conductores son, por decirlo con mucha suavidad, más bien poco tolerantes con la presencia de la gente que todavía tenemos el curioso hábito de andar. No sorprende el fenómeno, insisto, sino la falta de control.

No es de extrañar que, con datos del Ayuntamiento, la siniestralidad de accidentes relativos a un patinete se haya multiplicado de forma exponencial en cifras de un 25% anuales. Ayer mismo sabíamos que nuestra ciudad será de las primeras en exigir que los patinadores lleven casquete, eviten circular con un acompañante y no ocupen las aceras. Esta legislación llega tarde, porque muchas zonas peatonales ya han naturalizado la omnipresencia de tales vehículos (y, también hay que decirlo, parte de la ciudadanía la ha normalizado a base de alimentarse únicamente con la dieta Glovo). Si ciudades como la nuestra pacifican las calles de una forma aleatoria, sufriendo todavía de un transporte público harto deficiente, este tipo de transporte aumentará de forma exponencial y ni la mejor policía del mundo será capaz de controlarlo. Éste es, en definitiva y como suele ocurrir, el resultado de hacer las cosas tarde y a medias.

Barcelona podría ser una ciudad de supermanzanas y patinetes, pero mucho me temo que acabará siendo una urbe donde la proeza de andar será cada día más difícil.