La iconografía pandémica ha erigido la mascarilla como su indiscutible símbolo estrella. Desde hoy este trapito inmunitario (posteriormente reconvertido en objeto de moda o incluso de identificación corporativa-política, con el respectivo lema empresarial y banderita nacional estampados) ya no deberá llevarse obligatoriamente en la calle y esta arbitrariedad del cronómetro ya es bastante sintomática de cómo los políticos del estado han disfrutado jugando al cesarismo del bio-poder. Esto de acabar con una prohibición cuando acaba el día, como si el adiós a la cara tapada en el exterior fuera algo así como las campanadas de fin de año o una graduación a lo yanqui con lanzamiento de mascarillas hacia el cielo, ya es una burla que infantiliza todavía más la sociedad. También lo era la mera existencia de una medida que todos los epidemiólogos, y ya es raro obtener un consenso total en ciencia, admitían como innecesaria porque el contagio al aire libre resulta tan improbable como que a uno le toque el Gordo.
Supongo que hoy los conciudadanos se mueren de ganas de apretar bien fuerte las respectivas mascarillas en la mano para regalarles un levantamiento digital o pisarlas con el desprecio de quien salta sobre la bandera nazi, como si este pobre trozo de plástico, ciertamente incómodo en cualquier actividad que exija respirar, fuera el causante último de todos las sufrimientos con que nos ha manoseado la existencia la Covid-19. Dice René Girard que las sociedades sólo se pacifican cuando logran encontrar un chivo expiatorio que canalice todas sus iras. La mascarilla sería, en este sentido, un monumento a la represión que, especialmente en una cultura como la mediterránea (en la que se tiene la desvergonzada costumbre de mirar la cara y el cuerpo del otro sin excesivos reparos), reclama fuertemente la ira de los reprimidos. Ésta es una de las victorias de la política represiva: que hoy quieras quemar la mascarilla y no un ministerio.
Servidor respiraría hondo y regalaría algo más de vida al objeto en cuestión, y no sólo porque todavía sea obligatoria en interiores o exteriores con peligro de masificación ni porque, como dicen los cursis, “la mascarilla haya llegado para quedarse” en no-lugares como el metro, sino porque los símbolos tienen un poder recordatorio que vale la pena preservar en una especie de museo de la memoria. La mascarilla es sinónimo de constricción, ciertamente, pero también ha sido el objeto que nos recuerda nuestro carácter dócil y sumiso a la hora de obedecer los dictámenes de la policía científica. Catalunya, como siempre, es un lugar curioso, y en poco tiempo el común de la ciudadanía ha pasado de creer que “todo está por hacer y todo es posible”, quemando contenedores en la Plaza de Urquinaona, a seguir punto por punto las normativas pandémicas con un nivel de obediencia y falta de discusión casi militar.
La mascarilla será un buen recordatorio de nuestra ejemplar capacidad de obediencia acrítica y también de cómo ésta se ha justificado con demasiada frecuencia en la fundamentación científica de algunas medidas restrictivas de la movilidad o el contacto como si las visiones de los epidemiólogos fueran la nueva misa del gallo (cuando, de hecho, si algo ha demostrado esta crisis es la capacidad de la ciencia para adecuar su discurso a una realidad que no siempre entiende, como cuando el ínclito Fernando Simón definía el coronavirus con la afortunada frase “esto es como una gripe”). Después de que la ciudadanía europea haya sufrido un auge de la tecnocracia en política, que si lo recordamos provocó cambios de gobierno poco democráticos en países como Italia, el carácter de la ciencia como fundamentación objetivante de la prohibición se debería haber problematizado mucho más de como lo ha hecho nuestra parsimonia.
La mascarilla será un buen recordatorio de nuestra ejemplar capacidad de obediencia acrítica
A pesar de esta adaptación de las verdades científicas circunstanciales a la política prohibitiva, cabe decir que muchos científicos y organizaciones trans-nacionales (véase el The Global Risk Report 2019 del World Economic Forum) ya habían advertido del contagio vírico como uno de los peligros más preocupantes para la humanidad en los próximos lustros. Las tentaciones de abandonar la mascarilla pueden ser muy fuertes, y ofrecer al hombre de hoy una brizna de libertad con la que se contente fácilmente, pero si los futurólogos no nos engañan no sería apocalíptico creer que aquello que nació en un pequeño mercado de Wuhan llegando a amedrentar al resto del mundo en pocos meses pueda repetirse en un futuro bastante inmediato. Dicho esto, que la mayoría de países ricos hayan controlado el virus no significa que la Covid-19 aún esté mordiendo con fuerza muchos de los países que no pueden acceder a la vacunación masiva.
Por otra parte, y aunque pueda parecer exagerado, en un presente donde el reconocimiento facial (y la google-mapización del mundo con cámaras de vigilancia ubicuas) ya es un hecho habitual, diría que la máscara y otros elementos que impidan el reconocimiento del otro tendrán una vida más larga de lo que esperamos. Cuando la psicología contemporánea advierte del miedo al abandono de la mascarilla, especialmente habitual en la gente más introvertida y a aquella a la que ya le iba bien pasar desapercibida en tiempos de estrés colectivo, y recomienda incluso que los humanos elaboren una especie de ritual de abandono del objeto, se obvia el hecho de que la mascarilla puede revalorizarse como una de las nuevas formas de preservar la cara de un exterior cada vez más peligroso. Por ironías del futuro, puede que los occidentales acaben cogiéndole un gustillo casi yihadista al privilegio de ir con el cuerpo parcialmente tapado.
Por ironías del futuro, puede que los occidentales acaben cogiéndole un gustillo casi yihadista al privilegio de ir con el cuerpo parcialmente tapado
Lo que os cuento puede pareceros delirante, tal como lo parecía decir hace lustros que acabaríamos llevando micro-chips electrónicos incrustados en la piel, pero si algo nos ha enseñado la filosofía del siglo XX es ver cómo la corporalidad (y más en concreto la facialidad) es el campo de pruebas donde se ejercitan las modas y también los miedos que se generan en el imaginario mental de Occidente. Yo de vosotros, queridos lectores de esta Punyalada, no tiraría las mascarillas que nos han hecho compañía y que tantas veces hemos detestado este último año. Porque, por mal que nos pese, quizás con el tiempo las acabemos amando mucho más de lo que nos creíamos.