De la misma forma que algunas plantas salvajes no yerguen su tallo hasta horas después de que las empiece a bañar la primera luz del alba, desperezándose holgazanas con la misma resistencia de los amantes a separarse tras el primer coito, el Eixample no empieza a despertarse hasta que, pasado el mediodía e incluso poco antes de almorzar, Ginés Pérez abre las puertas de su Belvedere en el pasaje de Mercader.
El pasado lunes, el Govern dels pitjors nos dio la gracia de poder volver a los restaurantes y bares que nos alegran el existir, como si diera caridad a un mendicante, con aquella superioridad moral de quienes, a falta de gestionar la cosa pública con algo de decencia, sólo pueden escudarse en lo arbitrario de la prohibición. Pero olvidemos urgentemente esta turba, porque cualquier sórdida incompetencia resulta secundaria y menor cuando nuestro gran barman vuelve a la Cuadrícula de la que es absoluto guardián y señor.
El Belvedere tiene por frontispicio la terraza más bella del Eixample, un recoveco de pasaje interior ordenado en seis mesas victorianas de metal blanco y vidrio, agitadas por la fuerza superior, leñosa y feroz, de las lianas que cubren la testa de los comensales como si todos pudieran jugar a disfrazarse de César. No existe placer mayor que contemplar el humo que surge del propio habano devenir una nube cosquilleante de la hojarasca, traspasándole directamente hacia la estratosfera del barrio. Si queréis tomar café tras una opípara o saludar al atardecer con un cóctel no hay lugar más afortunado para regalarse la gracia del existir con la dosis justa de soledad, huyendo del rugido de la terrible autopista de automóviles y patinetes espantosos en que se ha convertido el barrio. Aunque pereza mentira, una gran parte de los eixamplencs todavía no conoce el Belvedere y sus tesoros. Pero bien, sabiendo que mis vecinos comen en La Tagliatella, ya me dirá usted qué podemos esperar.
Da igual el tiempo que haga en el planeta tierra, porque en el interior de mi bar predilecto siempre es otoño y se impone el color tranquilo de noviembre y el ligero fresco del entretiempo. El altar es una barra de caoba verde oliva oscuro: en la entrada nos saluda una bandeja de fruta fresca, a la derecha de la cual, en un rincón, los clientes más vetustos saludan al anochecer renegando de la posmodernidad y refugiándose en las leyendas que repiten como una salmodia. El camino de madera continúa hasta la cocina, y en el ecuador de la barra Ginés ha depositado una enorme cubitera con champán, primer artículo de la Carta Magna de su templo, pues sabe que cualquier problema puede resolverse con un brindis.
En la barra podrías pasarte lustros hipnotizado mientras ves cómo conviven todos los elixires del mundo en los estantes de la pared: el whisky y el bourbon en los altares mayores, en unas pequeñas cúpulas iluminadas de luz que santifica su existencia, y los vermús se apilan más abajo como chavales que anhelan la adolescencia. Al final del bar se esconden un par de mesas que pasan inadvertidas incluso a los espíritus más curiosos, donde el otoño adquiere una luz berlinesa, una cueva perfecta para quien pretenda ejercitarse en el arte de decir medias verdades a una mujer.
Genial en la canónica de la mixtura, Ginés adivinará cualquier brebaje que se adapte a vuestro estado anímico (el Belvedere no tiene carta, que las cartas sólo las piden los cretinos), aunque yo recomiendo al visitante novato acercarse a la canónica del maestro pidiéndole alguno de los siete cócteles capitales. Cualquier bofetada vital resultará menor cuando uno se acostumbra a ingerir el jarabe urdido de una parte de Noilly Prat Dry y nueve london dry gin a veinte grados bajo cero, embriagadora mezcla que produce el milagro de las pavesas que el vermú ambarino ejercita haciendo el amor con la ginebra. El Dry Martini de Ginés, aderezado con una oliva manzanilla sevillana, es uno de los mejores de Barcelona, infinitamente superior a la casa de citas que osa robar el nombre del sagrado cóctel y que se encuentra a pocas manzanas de distancia. Si vuestra garganta es miedosa o sois de fácil tembleque, calmad mejor la sed con el contraste salado, agrio y suave a la vez del Margarita, con el simpático picanteo de la sala Perrin’s del Sherry Merry o quizás, aún mejor, abrazad la infantil alegría de la menta, la angostura y el whiskey bourbon de un Mint Julepe tropical.
La gente de bien asociamos el cóctel a la calma depresiva del atardecer, que saludamos con la piel de naranja del Negroni o las notas florales del Old Fashioned, la medicina de los hombres solitarios que cruzan las piernas aparentando filosofar, impostando positura intelectual. Esto que os narro es la canónica, pero si tenéis ganas de inventaros un elixir o de improvisar, confesad cuál es la base predilecta de un cóctel, ya sea vodka, champán o perfume de bebé, y Ginés la convertirá en la colonia que llevaréis puesta en el alma durante el resto del día.
La mixtura no lo es todo, porque volver al Belvedere implica sobretodo admirarse como el primer día ante la coreografía amable y bella de nuestro Ginés Pérez mientras realiza su labor, ágil como las ancas de Nuréyev pero revestido de la calma del ermitaño que se chotea de la prisa de los excursionistas. Volver al Belvedere implica recuperar una forma de servir que en Barcelona ya se encuentra en extinción y que sólo vemos encarnada en el gesto amable y cortés de su amo al servir una copa acompañándola con el brazo magnánimo del matador cuando indulta al toro y presentándole con una tonalidad de voz que todavía no han podido imitar ni los mejores liederistas schubertianos y que podría cantar con igual parsimonia la muerte de una princesa y el número del Gordo de Navidad. Si estáis pensando en dedicaros a la mezcla de esencias, a manipular esculturas vidriosas o a menear metal, admirad como trabaja su monarca, que no tiene galones por casualidad, porque lleva en la sangre el cromosoma de su maestro Victori, perfeccionados a posteriori en locales importantes como el Nick Havanna y el Zsa Zsa. Ildefons Cerdá creó el Eixample, y mientras lo hacía ya tenía en mente regalarle a nuestro barman la gracia de preservar la ingeniería de sus líquidos.
Ildefons Cerdá creó el Eixample, y mientras lo hacía ya tenía en mente regalarle a nuestro barman la gracia de preservar la ingeniería de sus líquidos
Además de la canónica pecadora del cóctel, en Belvedere también podréis gozar con la excelente cocina de Nati, elegante como la francesa pero con un toque de mala leche española muy adecuada. El lunes aproveché para degustar de nuevo la ensalada de apio y rábanos confitados con salmón (una deliciosa invención de la casa), para rematarlo después con su magnífico steak tartar de ternera, aliñado con solidez picantona (ahora que cualquier cosa es light y procesista en este rollo patatero de país), acompañado también por las patatas fritas que generan más adicción de toda Barcelona.
Comer o cenar en Belvedere es de las pocas cosas civilizadas que todavía podemos ejercer en el Eixample, ahora que el barrio ha devenido un muro de metralla de locales en traspaso y bares Manolo regentados por chinos en un exasperante copy-paste estético, un barrio que envejece con su propio tedio como si ya no tuviera nada más a decirnos, cansado de su propia magnificencia. Si piensas que todo está perdido y que Barcelona no te seduce, viaja al Passatge de Mercader, aunque sea solamente para contemplar como Ginés te sirve una copa con la amabilidad de los curas italianos cuando hacen el señal de la cruz perdonándote las fechorías masculinas de siempre.
Ahora que nos gobiernan enanitos y eunucos que juegan a ejercer de dioses castrándonos la agenda e impidiéndonos la alegría del libre circular, y que la arbitrariedad puede volver en cualquier momento a jodernos la vida y el goce, ahora es el momento de apoyar a nuestros bármanes y restauradores. Ellos son una parte fundamental de nuestra cultura; la ejercen y la han perpetrado durante lustros a un nivel excelente sin caer en la comodidad de la queja y la limosna de la subvención.
Esta Punyalada sabatina no sólo quiere cantar la gracia de volver a la barra más adorada de la ciudad, a una de las coctelerías más bellas del planeta, sino sobretodo la alegría de recobrar el sentido de libertad que compaña al arbitrio. La semana pasada visitábamos el MNAC y ahora toca, con la misma voluntad de devoción con que admiramos la mirada alocada de un Pantocrátor, agradecer la generosidad de bármanes como Ginés Pérez viajando a su Belvedere para dejar ahí la simple firma de un café, regalarnos un elixir o dejarnos la pasta para coronar una cena como dios manda.
Esta semana he vuelto a Belvedere, finalmente, y he podido ver de nuevo el costoso despertar del Eixample. Nadie me va a echar de aquí, de mi querido bar. Ahora no, no pasarán. Afortunadamente no, no ho tornareu a fer.