Hace ya algún tiempo que, como sociedad, hemos empezado a apreciar las cosas viejas o usadas. O, dicho de un modo distinto, hemos dejado de obsesionarnos por tenerlo todo nuevo. Nos encanta el vintage. Los trastos, la ropa de cuando mamá era hippie y los muebles destartalados que antes acumulaban polvo en el desván de las casas –cuando no acababan directamente tirados al contenedor– ahora son rescatados y vueltos a poner en circulación.
Ya en 1947 Foix escribió aquello de “m’exalta el nou i m’enamora el vell” (me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo), palabras que podrían ser perfectamente dichas por un decorador de hoy en día, tras una mañana de “tria i remena” en el Mercado de los Encants. Si se tiene un poco de maña, comprar en los Encants –objetos de decoración para el hogar o ropa de segunda mano– puede ser doblemente ventajoso: los precios son generalmente bastante bajos y las piezas son únicas y singulares. Por lo tanto, los Encants son una mina para todos aquellos que no quieren sucumbir al adocenamiento que, de manera prácticamente inevitable, conlleva, por ejemplo, decorar la casa en Ikea y vestirse en Inditex.
Está claro que todavía hay gente, cada vez menos, que considera que comprar en los Encants es sinónimo de marginalidad y miseria. Suele ser el mismo tipo de persona a quien daría terror que SU ropa y SUS muebles acabaran expuestos y vendidos en el mítico mercado barcelonés. Si pudieran, una vez muertas, estas personas se harían enterrar rodeadas de todas sus pertenencias –la licuadora que ya hacía décadas que no usaban, el abrigo de visón que dejaron de ponerse cuando se hicieron ecologistas–, un poco al estilo de lo que se llevaba en el Egipto de los faraones.
Los Encants ya no son aquel mercado caótico, pintoresco y un poco destartalado donde cuatro estudiantes del Instituto del Teatro se vestían con ropa del año del catapum y alguna pija del Upper con buen ojo para las antigüedades compraba a precio de saldo una silla destripada que resultaba ser de Puig i Cadafalch. El traslado de 2013 al actual emplazamiento –un edificio abierto a los cuatro vientos con una impresionante cubierta icónica de espejos dorados de veinticinco metros de altura–, ha sido un auténtico revulsivo para un mercado que nació en el siglo XIV a las puertas de la muralla de Barcelona. Convertidos en una mezcla de tradición y modernidad, los Encants –301 comercios de productos nuevos, outlet y de segunda mano y 9 establecimientos de restauración– reciben cada día cientos o miles de visitantes que escrutan el genero con el mismo entusiasmo que aquellos señores tan particulares que bajaban a la playa al atardecer con un detector de metales para rastrear la arena con la esperanza de encontrar algún tesoro enterrado.
Soy bastante aficionado a los programas de televisión estadounidenses de reformas de viviendas que abundan en los canales temáticos. No porque sea un loco de la decoración ni mucho menos del bricolaje sino porque me fascina con qué facilidad transforman casas ruinosas en lustrosas viviendas de diseño. Recientemente, he descubierto uno protagonizado por una pareja de chicos –decorador y constructor– que se dedican a restaurar casas en los barrios más humildes de Detroit que compran a precio de saldo. Esta pareja se lo pasaría bomba en los Encants porque son expertos en sacar partido de muebles y elementos de decoración trasnochados que compran por pocos dólares en tiendas de segunda mano o, directamente, que rescatan en los vertederos. Trastos que oportunamente restaurados, repintados o reinventados convierten salones, dormitorios, cocinas y baños en espacios únicos y con mucha personalidad.
Quizás en los Encants ya no hay grandes tesoros escondidos, pero seguro que hay muchas piezas únicas que pueden tener una segunda vida y hacer la nuestra más auténtica y singular.