El universo de lo que los cursis llaman “polarización” ha desembarcado en el Gran Teatre del Liceu con ocasión del Macbeth verdiano esculpido por Jaume Plensa. Aquello que en la noche de estreno comportó un rotundo orgasmo de bravos ha contrastado con alguna ligera protesta (incluso muy sonora, por lo que viví en la función del pasado miércoles, con mucha más presencia de abonados, cuando Plensa salió a saludar a escena, rompiendo así la costumbre de la mayoría de registas del planeta que lucen palmito sólo en la premiere). Diría que la diversidad de opiniones no radica en la aproximación dramatúrgica de nuestro escultor nacional –sería difícil, pues simplemente no tiene ninguna– ni en la rumorología barcelonesa según la cual diuen diuen diuen que el capricho liceísta ha costado un par de millones de pepinos al contribuyente (de los que, diuen diuen diuen, el escultor se ha pimplado trescientos mil). En realidad, todo es más sencillo.
El Liceu ha fichado la marca Plensa S. L. para montar Macbeth, como podría haber comprado el imaginario visual de Netflix, Louis Vuitton o Coca-Cola. El escultor ha cumplido la tarea encargada colocando en el escenario sus archiconocidas efigies pensantes y sopas de letras, urdiendo una dirección de escena tópica que podría haber aplicado en copy-paste a cualquier otra ópera del repertorio. Los cráneos privilegiados de nuestro primer equipamiento público querían captar de esa guisa al público plensista y así llenar el teatro de aquellos espectadores que encuentran la paz metafísica en los ojos de avellana que el artista ha exportado en todo el mundo. Y Jaume les ha dado la metadona. Quien quiera complejidad teatral, filleta meva, que se compre un DVD o se pire de fin de semana a otro teatro. En términos de puro máketing, las cosas son buenas si funcionan y, al parecer, este Macbeth será uno de los hits populares de la temporada. Caixacobri.
Como me contaba mi querido galerista Antoni Valero ayer en el Ateneu, con Plensa está ocurriendo un fenómeno bastante parecido a Subirachs. Tras llenar la mayoría de oficinas de La Caixa con sus insufribles grabados y erigirse en continuador de la obra gaudiniana en la portalada todavía más espantosa de la Sagrada Familia, el escultor Subirachs se convirtió en el chivo de toda la progresía culturilla barcelonesa. En un fenómeno de expiación similar (iniciado también con una puerta de entrada polémica, la del Liceu, que el director artístico de la casa alabó con deliciosa retórica freudiana como un muro de contención de homeless y putas), ahora Plensa es el receptáculo ideal de todas las enmiendas de progres y refinados. En Catalunya, lo sabéis de sobra, nos gusta mucho tener artistas de fama mundial, pero si triunfan demasiado los acabamos repudiando sin piedad alguna.
Si nos alejamos un poco de las patologías tribales, cabe decir que en el Liceu (y en muchos teatros de Europa) hemos visto bastantes cosas parecidas a este Macbeth como para decir que el invento de Plensa no es ni una obra maestra ni una absoluta tifa artística. Tiene el mérito, eso sí, de quitarle carne y peso emocional a una obra que debería hacer vibrar al espectador desde el primer minuto y que, finalmente, sólo provoca tedio (el único espacio que sorprende, y en positivo, es la espléndida coreografía de Antonio Ruz). Afortunadamente, la ópera cuenta con lo que debe tener sí o sí: Luca Salsi me ha regalado la alegría de volver a escuchar al rey loco en la línea de mi adorado Cappuccilli y la Radvanovsky dispara misiles que es una maravilla (el instrumento está algo cansado de tanto mambo y haría bien en reducir algo de actividad). Schrott no es mi cup of tea, pero bien; y ese chico que interpreta Macduff tened la bondad de ponerlo a cantar Taminos.
En Catalunya, lo sabéis de sobra, nos gusta mucho tener artistas de fama mundial, pero si triunfan demasiado los acabamos repudiando sin piedad alguna
Escribo de nuevo que la mejor noticia de los últimos meses en el Liceu es la espléndida forma de su orquesta gracias al curro de Josep Pons. Nuestro director no es un especialista verdiano (ni del género), pero es un músico excelente y lo puso de manifiesto en una lectura transparentísima, con instantes geniales como el apianamiento en Due vaticini y un acompañamiento del coro Patria oppressa que me pareció una fucking obra maestra de la batuta. Sólo una petición, Josep: aligera un poco más los tempi de la primera parte o, entre la lentitud orquestal y el vacío que hay en el escenario, acabaremos dormidos. Y un par de ruegos a los responsables del teatro: el coro (en especial la sección femenina) necesita renovación y mucho más músculo. Y si en el futuro pretendéis nuevas colaboraciones con un artista de talla, en su vuestro propio techo tenéis pistas suficientes.