La academia, el mundo del teatro y los espectadores en general han sacralizado Hamlet porque la mayoría de sus lectores han caído en la mayor (y genial) trampa shakesperiana; a saber, leer la obra del autor –y su atormentadísimo prota– como si fuera un tratado de alta filosofía sobre la existencia dictado por un joven de verbo superdotado. Por el contrario, la destreza del autor consiste en haber parido, como hace Cervantes con el Quijote, el gran dramma giocoso que preludia la modernidad. La clave de lectura de Hamlet se encuentra en algo tan sencillo como la contingencia más básica de su protagonista y como tal juventud le imposibilita asumir el mundo; Hamlet es un adolescente incapaz de digerir que su tío se encame con su madre (algo que, en las cortes del siglo XVII, resulta una nimiedad carnal) y es un ser risible, sobretodo porque comete la osadía de pensar que los sentimientos son superiores al poder.
Sólo los imbéciles (y entre ellos, especialmente los catalanes) piensan que la bondad se impone a los intereses de la política, y es por ello que el excelso bardo se pasa más de tres horas choteándose de su magnífico títere con una mala baba descomunal. Hemos sufrido versiones insoportables de Hamlet en las que nuestros directores pretendían equiparar su ingenio al de Shakespeare (y, lógicamente, la lucha terminaba en desastre) y, entre ellos, la peor clase; la de los directores-actores que se han puesto en la piel de Hamlet en edad madura, simplemente porque su narciso les obligaba a interpretarlo. Hemos tenido que esperar a que, finalmente, Oriol Broggi lea la partitura shakesperiana como es debido, en tono de comedia, y que su prodigioso intérprete se adapte a ello con la maestría de un titán. Sólo por eso, carencias del espectáculo a parte, hay que correr a la calle Aribau para agradecérselo a los perleros con una ovación.
Ya tiene gracia que este Hamlet haya buscado el gancho comercial en la cosa de representarse en un cine cuando, de hecho, la pantalla molesta más que ayuda (las apelaciones a grandes clásicos del cine no pasan de la anécdota y la interacción con el proyector siempre es forzada); este Hamlet ganará mucho si Broggi y los suyos lo devuelven a su espacio natural, el teatro. Dicho esto, decía antes, aplauso al director por alejarse de la pedantería y leer el texto concienzudamente, porque si Hamlet se filtra en la comedia no sólo nos regala un personaje más rico, sino que a través de su imperfecta locura, de su adolescencia idiotizada, es cuando vemos que la corte que pretende curarlo deviene igualmente risible. En Hamlet hemos vomitado tanta paja mental y tanta cinematografía que el habitual y austero hieratismo broggiano con los actores, que en algunos espectáculos podía causar ollas de bostezos, aquí resulta necesario y tonificante.
Ya tiene gracia que este Hamlet haya buscado el gancho comercial en la cosa de representarse en un cine cuando, de hecho, la pantalla molesta más que ayuda; este Hamlet ganará mucho si Broggi y los suyos lo devuelven a su espacio natural, el teatro
El director no puede evitar sus habituales tics convergentes: como siempre, la maldita guitarrita y sus tres acordes hacen su nefasta aparición en escena (concretamente, a la hora y cinco minutos del espectáculo; sí, lo reconozco, me encanta comprobar cuándo sucederá). La música deviene banal también en la aparición totalmente reificada del Allegretto de la Séptima de Beethoven y el final springsteeniano (Oriol, fill meu, que los papis nos enviaron a escuelas de pago; algo más de originalidad, collons). Todo esto es pasable, y el director puede acusarme perfectamente de cretino, pero la broggiada deviene mortal en dos aspectos substanciales; primero, la silviaperezcruzización del personaje de Ofelia (que lo aflamenca en el peor sentido de la palabra, cursilería desatada, dejando mal aparcado el rol que Elena Tarrats defiende con voluntad pero fuera de lugar) y en la folklorización del catalán balear.
Este segundo aspecto, dada la situación actual de la lengua, merece un párrafo a parte. Que la corte sea algo risible es algo que debemos aplaudir, insisto, pero a la adecuada ruralización del personaje de Polonio y del sepulturero (muy bien defendidos por un actorazo inmenso como es Toni Gomila) se funda en exagerar el dialecto balear del actor. A mí que los intérpretes isleños (o castellonenses o leridanos) no centralicen su voz me parecería una gran noticia para el catalán. Pero cuando se aprovecha el salat para hacer burla de una forma de hablar normal o culta se está insultando la enorme diversidad de nuestra lengua. De la misma forma que nos molestaría escuchar estigmatizado un personaje con acento catalán o gallego en un espectáculo dicho en español, que toda una platea de barceloneses se ría simplemente escuchando cómo un actor dice “s’aigo” o “s’homo” dice mucho sobre nuestro cinismo a la hora de cuidar la diversidad de la lengua.
Pero no pongamos más peros, que la gente se enoja muy fácilmente. Volvamos a las jerarquías, que de eso va la obra, y hablemos del adolescente. Lo que hace Guillem Balart con este Hamlet es una auténtica obra de arte, y no sólo porque cante el texto con la seguridad de un taquígrafo perfumado con el aroma de un príncipe romano y tenga la bondad de no destrozar la fonética catalana, sino porque adapta el gesto a la lectura tragicómica del personaje con una habilidad inusitada (Manrique, ¡sorry, you’re fired!). En medio de la torrentada verbal, fijaros especialmente en cuando el actor vive el silencio, y admirad el barroquismo de los tics en su cara, en cómo se acerca las manos a la nariz o cómo inclina la espalda de aquella forma con la que los niños imploran tener razón como si masticar las palabras con el llanto fuera una categoría de peso moral. ¡Tras tantos Hamlets marmóreos y filósofos, dios mío, finalmente hemos podido gozar de uno humano!
Decíamos que Broggi acierta empleando la retórica shakesperiana para ofrecernos una corte deforme y risible. Así lo traduce maravillosamente el gran Carles Martínez, a quien Dios todopoderoso regaló uno de los timbres más bellos del planeta con el que traduce perfectamente la visión de un rey que se ampara en el exceso verbal para esconder su miseria; sí, Carles, estàs fantàstic. Míriam Alemany también está perfectamente afinada, magnífica, en una versión de la reina Gertrudis de toque igualmente autista y campesino; Marc Rius riza el rizo de acercar su Laertes a la humanidad y el luto sin hacerlo parecer un bobo como la mayoría de actores y Sergi Torrecilla regala gravitas y belleza a un Horacio de autoridad (oju con los fonemas, que algunas neutras todavía las castellanizas; y eliminad la mandanga esta del narrador; quien no sepa el contexto de Hamlet que haga el favor de leérselo o de consultar la Wikipedia).
¡Tras tantos Hamlets marmóreos y filósofos, dios mío, finalmente hemos podido gozar de uno humano!
Finalmente, tenemos un Hamlet casa que nos reconcilia con el teatro en el Eixample. Para quien lea sólo los párrafos finales de los artículos, lo resumiremos; corred al Aribau, que la lectura de la obra vale la pena y Ballart se casca un trabajo descomunal. Si el director me hiciera caso y lo devolviera al teatro, que es donde le tocaría vivir, y eliminara las cursiladas que manchan su gallardísima visión, esta puesta en escena perlera ya sería la rehostia. Pero que Broggi y los suyos hagan lo que les salga del entrepierna, sólo faltaría, que ser director, actor o lo que sea es mucho más importante que esto de hacer gacetillas. Felicidades, perleros. Finalmente, habemus Hamlet.