Habría en primer término, y que me perdone mi querido Ildefons Cerdà, que prohibir los coches en la ciudad. No por cuestiones medioambientales ni para mejorar la salud pulmonar (que ya me casco suficientemente fumando como un estibador), sino porque eso de trasladarse en auto siempre me ha parecido una horterada. El metro es uno de los mejores inventos de la historia de los bípedos y Barcelona, una diosa limitada por dos ríos, resulta fácilmente perforable en mil madrigueras. Si la gente tiene claustrofobia, que se joda y camine. En cuanto a las calles ancestralmente destinadas a los vehículos, lejos de mantener el asfalto o pintarlas con serigrafías inframentales, pondríamos arena fina o sablón, la mejor plataforma para andar, con ese crec-crec picante que es banda sonora del Mediterráneo. Hecho el tema, no harían falta tranvías, buses interurbanos ni otras mandangas. A los lugares importantes, of course, nos desplazaríamos en avión.
Pero nos moveríamos más bien poco (quién sabe si para escuchar a Shakespeare bien cantado en Londres o hacer el pena gastando mucha pasta en Nueva York), porque viviríamos en la mejor ciudad del mundo. De hecho, haciendo honor a la misantropía de las grandes urbes de mar enllà, apenas abandonaríamos nuestros barrios. Tras varios años de globalización, los barceloneses necesitamos algo más de arraigo ciudadano. De hecho, cualquier distrito de Barcelona guarda litros de belleza, especialmente aquellos que la gente indocumentada considera más paupérrimos y sucios. Así, también mejoraríamos el tema de la limpieza, pues todo dios volvería a comprar a granel, evitando los envases, que son el mayor tonelaje de mierda acumulado por la raza humana. Los científicos dicen que el verde purifica el aire y excita la felicidad: sea por eso o como concesión al pueblo, plantaremos árboles en todas partes. Las plantas, si no es molestia, en los balcones.
Con todo esto ya tendríamos arreglada la cosa del moverse y del dormir, porque la gente volvería a tratar el Eixample, Sarrià o Gràcia como su pueblo y nadie tendría la tentación de gastarse millones de euros en un ático tan espantoso como aquellos que pueblan la Diagonal. Empleando este método infalible, nuestros barrios parecerían ciudades italianas. Todo esto, faltaría más, atraería muchísimos recién llegados y visitantes. A la inmigración sólo le pediremos que pronuncie adecuadamente las vocales neutras (lo cual nos permitirá expulsar a gran parte de los autóctonos, que ya va bien) y con los turistas, lo lamento, aplicaremos una forma de racismo notoriamente capitalista consistente en cobrarles cualquier consumición cinco veces más cara. Esto ahuyentará la suficiente peña como para que quepamos todos. La cosa de la criminalidad tiene fácil solución: basta con legalizar todas las drogas, jubilar a los narcos y dar su curro a los farmacéuticos.
Vayamos a la cultura y la educación, que son lo único realmente trascendente (en el ámbito del negocio y de hacer dinero, los barceloneses tienen experiencia de siglos y la administración ayudará lo suficiente con no tocar los picarols). Los profesionales mejor pagados de la ciudad serán los maestros, que enseñarán a los niños el arte de leer, escribir, dar un paseo y solfear. Contraviniendo mi credo liberal alérgico a las cuotas, pediré por decreto que las señoras cobren sistemáticamente más duros que los machos (a su vez, y para asegurar que la prosperidad se acompañe de una vida feliz, les prohibiremos el matrimonio, que no dar a luz). Sigamos. Visto que hemos sobresalido universalmente en todas las formas de arte posibles, cualquier equipamiento artístico deberá comprometerse a un 70% de programación y contenidos estrictamente catalanes. El resto del mundo, por primera vez en nuestra historia, será algo excepcional.
Para compensar las injusticias del pasado, y en los primeros cien días de gobierno, la administración sufragará los impuestos a nuestros mejores chefs, cocteleros, jefes de sala (y a la práctica totalidad de los autónomos). El arquitecto señera de la ciudad pasará a ser Lluís Domènech i Muntaner, dejando al plasta de Gaudí en una merecidísima segunda división; como consecuencia del hecho, la Sagrada Familia se desguazará de forma magnánima, dejando ahí sólo el granizo original. La estatua de Colón será sustituida por una réplica de la Liberty y el paseo Joan de Borbó pasará a llamarse Avinguda Josep Maria de Sagarra. Todos los festivales quedarán prohibidos, pero habrá cientos de salas de música en cada barrio. Doblaré la cantidad de mercados municipales; me entusiasman los mercados. Por cada Wagner haremos dos Mozarts. En los concesionarios pondremos bibliotecas.
Vuestro futuro alcalde utilizará los pronoms febles correctamente, será ateo, pero conocedor de las abreviaciones bíblicas y etcétera. Os molestará muy poco, así en general. ¿Qué más queréis, barceloneses?