Me permito mangar el título de la Punyalada de este sábado de un artículo importante de la filósofa y catedrática de Estética Magda Polo publicado el pasado miércoles en el Diari Ara en el cual, tras asistir al estreno de la ópera pucciniana en el Liceu. Polo se preguntaba si el género del teatro cantado “no necesita nuevos contenidos o si sería necesario, antes de empezar una ópera de esta magnitud musical y dramática, hacer que el público reflexione sobre la condición de la mujer hoy en día”. Lejos de apostar por una política de cancelación y sin pretender enviar a Giacomo Puccini a la papelera de la historia, la escritora recordaba el arquetipo de Cio-Cio-San como una mujer enclaustrada existencialmente, castrada también por una visión orientalista de la hembra sumisa y cuyo suicidio “puede interpretarse como una glorificación del sacrificio extremo por amor y honor, una narrativa que a menudo se ha utilizado para limitar la libertad de las mujeres y justificar su sometimiento”.
Diría que las preocupaciones (legítimas y razonadas) que expresa la doctora Polo tienen una respuesta tranquilizadora dentro de la propia evolución de la ópera como género cambiante. En efecto, los personajes femeninos transitan por distintos paradigmas a lo largo del tiempo, no siempre acorde con una evolución netamente progresista; es así como, en las óperas de Mozart, las mujeres suelen dignificarse como paradigmas de sabiduría y empatía emocional (incluso en una pieza tan mal leída por las teóricas feministas yanquis como es Cosí fan tutte). Tiempo después, es cierto que el canon romántico —el cual monopoliza enfermizamente las programaciones de la mayoría de los coliseos del mundo— suele retratar la feminidad como chivo expiatorio del heroísmo masculino y su habitual violencia. Sin embargo, la ópera del siglo XX transita hacia heroínas como Lulu o Marie de Berg, unas mujeres igualmente sufridoras, pero en plena lucha por imponer sus criterios subjetivos.
En este sentido, establecer un nuevo canon de la feminidad en la ópera romántica no sólo pasaría por contextualizar mejor el repertorio (algo que los directores y las registas de escena y una gran parte de la musicología contemporánea hace ya desde hace unas décadas, como debería saber la profesora Polo), sino también en dotar del aura más sacra de la tradición a las óperas del siglo pasado y de nuestra estricta contemporaneidad, algo que nos llevaría de forma natural a asistir a muchas más óperas musicadas y escritas por mujeres. Los cambios siempre se imponen con mucha más parsimonia de la que quisiéramos y cualquier contextualización crítica de la ópera será bienvenida, pero yo diría que el público de hoy es suficientemente inteligente como para que no necesite un babysitter moral que le susurre al oído que Pinkerton es un gilipollas cosificador de una geisha postadolescente.
En este sentido, resulta paradigmático que se trate a los melómanos de una forma tan acrítica como hace Polo: según su posición, ante una música como la de Puccini, “orientada a amplificar la verdad emocional de los personajes”, uno se ve llevado a conectar con en el ámbito sentimental y tal transición —siguiendo el hilo del argumento— puede llegar a comportar que compremos su mensaje subliminal: “¿Y cuál es ese mensaje subliminal? Que ya no puede permitirse nunca más esta visión de la mujer, porque esta forma de representarla ya no encaja en la sociedad actual”. Habría que hablar largo y tendido de este verbo alarmantemente peligroso, “permitir”, pues la política de cancelación cultural no sólo radica en la prohibición, sino también en un tipo particular de presentismo que se permite evaluar concepciones y usos morales pretéritos con el calorcito de saberse éticamente superior y con cierta pulsión para realizar la tarea de juez.
Como ocurre siempre, la mejor forma de poner entre paréntesis una obra de la tradición cultural de Occidente es representarla. ¿Es necesario contextualizar las piezas de Puccini a la luz de nuestro presente (también imperfecto)? Sí y recontrasí, pero siempre recordando que el universo de la estética y el de la moral tienen espacios de coincidencia, pero son dos ámbitos absolutamente alejados en el océano del saber. A su vez, cabe recordar que la implicación sentimental no conlleva necesariamente una aquiescencia en el ámbito moral: podemos llorar la muerte de Cio-Cio-San, en definitiva, sin que ello suponga aceptar alegremente ser favorables al abandono y vejación de las señoras niponas. Sé que esto es una noción muy básica, prácticamente de primer curso de pensamiento, pero últimamente tenemos a profesores de universidad que no pasarían ni una ITV de mínimos. En resumen: programar Butterfly hoy y dentro de un siglo tendrá todo el sentido del mundo.