En Barcelona hay muchos señores, pero no todo el mundo puede ser un señor de Barcelona. Esta categoría encaja con poca gente, es como un traje hecho a medida, viene por naturaleza como la condición porcina y demasiados aspirantes fracasan porque lo confunden con ser un señorito. Lluís Permanyer luce esta equilibrada nobleza plebeya, esta aristocracia de barrio, más poderosa que una visita real, porque existe un tipo de dignidad que haría arrodillar a un emperador. Permanyer es como los materiales innobles y a la vez suntuosos de los palacios modernistas, el brillo de un culo de botella en un trencadís o un vestíbulo con barandillas de porcelana: armas secretas que lo aguantan todo, que trabajan con lo que pueden y que todavía dan sentido a la ciudad.
Hacía tiempo que no lo veía: fue el pasado día 6, en el ciclo de conferencias La Barcelona incómoda (jornadas de debate sobre memoria y espacio público) en la cárcel Modelo, donde Lluís Permanyer dio una lección de elegancia, de inteligencia y humor a la sectaria, ofuscada y tendenciosa conferencia inaugural. El señor Permanyer habló de la plaza Cinc d’Oros (anteriormente de la Victoria, de la República, de Pi i Margall, del Loro, del Lápiz, de Juan Carlos I) para reivindicar que se vuelva a instalar en ella la escultura Flama, de Josep Viladomat, en lugar de mantener el actual Monumento a Nadie: un hecho que él asocia, como mínimo, “a una perfomance como las que de vez en cuando se hacen en el MACBA“, pero que a mí me parece que es un retrato exacto de lo que es Barcelona: un silencio incómodo.
No sucede en ninguna otra ciudad que también haya tenido un pasado conflictivo o bélico: sólo hay que ver el monumento que preside la plaza Maidan, en Kyiv, que por eso se llama plaza Maidan (miren el diccionario) y no plaza Nueve de Bastos, ni plaza del Rotring. Se puede ganar o se puede perder, se pueden tener monumentos a los caídos por una u otra causa, pero este empate equidistante, inofensivo y esterilizante que encarna Barcelona la vacía de sentido y la transforma en un crónico Fórum de las Culturas. Aquí se ha detenido el tiempo, aquí no gana ni pierde nadie y es mejor ir pasando páginas: la misma Diagonal ha preferido quedarse con su aburrido y geométrico nombre plasmado en el Pla Cerdà, después de haberse intentado rebautizar demasiadas veces.
A veces el consistorio sí que decide derribar estatuas acusadas de esclavistas, o bien retirar bustos reales que después (estos sí) vuelven a colocar, pero lo que hace un señor como Pemanyer es otra cosa: retirar y derribar es muy fácil, pero colocar y construir cuesta un poco más. Tú puedes ser muy anti, puedes tener detectado perfectamente al malo de la película, pero una vez has manifestado tus fobias, siempre es de agradecer que propongas tus filias: ¿a favor de qué estás? Realmente, ¿la idea es dejar vacío el pedestal de Antonio López mucho tiempo? Y si finalmente le decimos a Colón que baje de la parra, ¿a qué erigiremos un monumento frente al mar? ¿A la Libertad? Pero si decíamos que no hay libertad sin justicia, ¿no sería prioritario un monumento a la Justicia? Uy, no, demasiados problemas, demasiada seda negra de tribunal. De acuerdo, entonces, ¿y si hacemos un monumento a América, que es un concepto que engloba a indígenas, a hispanos y latinos y afros, y a la del sur y a la del norte y a la de tierra adentro y a la de ultramar? Ostras, pero, es que no podemos ser tan occidentalistas, ¿no? Se parecería demasiado a esto de tener como icono de la ciudad a un templo cristiano: demasiado insoportable para los que preferirían en su lugar una rosa de fuego.
El resultado de estos enredos mentales es que hoy la plaza más céntrica de Barcelona erige un empalmadísimo obelisco sin nombre, estéril y onanista, medio republicano, medio franquista, medio nada, tan anónimo e inquietante como el monolito que se aparece a los monos de 2001: Una Odisea del Espacio. Como máximo tiene una réplica con forma de sombra en els Jardinets de Gràcia, obra de Frederic Amat, en homenaje a Salvador Espriu y, evidentemente, en forma de agujero en el suelo, porque en esta ciudad nos da demasiada vergüenza levantar nada. Incluso las cinco farolas de Pere Falqués que daban nombre a la plaza están ahora colocadas en mi barrio, en la Avenida Gaudí, y no son cinco, sino seis. Creo que me debe gustar tanto la Sagrada Familia porque es lo único que hoy nos atrevemos a plantear en vertical.
No es solo la escultura del monumento, señor Pemanyer: es este absurdo mensaje de no apostar por nada, de no tener el valor de expresar las cosas, y que nos aboca a tener aeropuertos con nombres no escogidos, proyectos olímpicos de invierno con poco entusiasmo popular, terceras pistas que perfecto si están y perfecto si no están, tranvías céntricos que nadie ha votado nunca, pero que se harán igualmente, museos venidos de Rusia que no acabamos de ver del todo bien, es decir, que Barcelona acaba no apostando por nada debido a un malentendido perfeccionismo moral, a un crónico malentendido con la voluntad popular y a una todavía peor entendida cultura de la paz. Hay una forma de desaparecer que es aún más triste que las derrotas: no haberse atrevido a apostar por nada. Y esto no solo nos lleva a tener un Monumento a Nadie, sino, a la larga, a una ciudad de nadie. Sospecho que, para algunos, ya se trataba de eso.