La marisquería de toda la vida

En un tiempo, el nuestro, en el que todo parece pasajero, provisional o líquido, que diría Bauman, las marisquerías de toda la vida se convierten en un oasis de certezas, un refugio de realidades sólidas. Pensaba en ello, este fin de semana, mientras sorbía la cabeza sabrosísima de una gamba roja. El jefe de sala del establecimiento había intentado tentarnos con unas langostas espléndidas que se agitaban en sus manos, pero después de alabar sus dimensiones, le pedí, educadamente, que se las volviera a llevar a la cocina a la espera de un cliente con el bolsillo más lleno o ganas de quemar la VISA. De éstos, cada día hay menos, me contestó él.

De hecho, me confesó que la clientela, literalmente, se le estaba muriendo y, por eso, se alegraba especialmente cada vez que entraba por la puerta un cliente de menos de 50 años, aunque en lugar de pedir langosta, se contentara con unos calamares de playa y una ración de gamba roja. Le dije que exageraba, pero, echando un vistazo al comedor, me di cuenta de que, efectivamente, la clientela superaba, mayormente, los setenta y tantos.

El marisco es caro y, tirando de ironía, estuve tentado de decirle que, si no había más gente joven comiendo en la marisquería, era porque, precisamente a esa misma hora, la mayoría se estaba manifestando por las calles de la ciudad contra los alquileres abusivos. Que es lo mismo que decir que gran parte de la juventud del país apenas tiene para pagarse un pisito, a menudo compartido, como para plantearse darse un capricho de pescado y marisco fresco. Pero el mismo argumento debería servir para los restaurantes estrellados de cocina creativa y, en cambio, éstos están llenos y tienen lista de espera.

La marisquería es un lujo de otro tiempo, cuando los grandes triunfos de la vida se celebraban con una buena mariscada. En ellas, los empresarios celebraban las cenas de Navidad, los jugadores del Barça festejaban los triunfos deportivos y los humildes también acudían, algo cohibidos, si esa semana habían tenido un golpe de suerte y hecho un 14 en la quiniela. La marisquería por antonomasia es la célebre Botafumeiro donde, meses atrás, el director, Juan Jesús Pérez Alonso, sirvió, con una cuchara, directamente a la boca de David Beckham unas carísimas angulas. La escena, cómo no, se hizo viral.

Por descontado no todas las marisquerías de Barcelona tienen la fastuosidad del Botafumeiro. Las hay más modestas, pero con un producto igualmente buenísimo. Establecimientos como La Barca del Pescador, con una barra muy concurrida por los parroquianos de siempre, en la que algunos se sientan un rato simplemente para charlar y picar un poco de morralla recién freída, acompañada con una copa de albariño. O el Montalban del Poble Sec, una marisquería pequeña y modesta; cuesta dar con ella, pero sirve unas cigalas para ponerse a llorar de ricas.

“El servicio en estos establecimientos está en perfecta sintonía con los platos de una carta típica, honesta y sin artificios”

Decía, al empezar, que las marisquerías de toda la vida son un oasis de certezas o un refugio de realidades sólidas, justamente porque han permanecido prácticamente inmutables a las transformaciones experimentadas por el sector de la restauración a lo largo de los últimos años. Aquí no hay lugar para las espumas y las esferificaciones servidas en platos en forma de volcán por camareros tatuados con pretensiones de influencer. El marisco se sirve crudo, al vapor o a la plancha. Principalmente, acompañado de limón y, como mucho, de ajo y perejil.

No hace falta decir que el servicio, en estos establecimientos, está en perfecta sintonía con los platos de una carta típica, honesta y sin artificios: cocineros y camareros con un montón de años de oficio a sus espaldas que han acabado creando un vínculo casi familiar con una clientela fiel y, por lo tanto, fija. ¿Y que decir de la vajilla y los manteles con los que visten sus mesas? Todo muy clásico y tradicional, sin estridencias, por no decir antiguo, desgastado, a menudo incluso un punto casposo que, lejos de repeler, tiene el atractivo de la autenticidad.

En una ciudad que siempre se las da de moderna como la nuestra, celebremos que queden establecimientos extemporáneos como estos.