Una de las características más adorables de Barcelona es su mágica capacidad para convertir los accidentes de la contingencia urbana en una tragedia colectiva y el consiguiente estallido de histeria entre el vecindario. Así ocurrió, por ejemplo, con el tema de las palmeras, a raíz de la desdichada muerte de una conciudadana por obra y desgracia de la caída de una palmera en el Raval. En cualquier pueblo, una situación como la descrita sería motivo de gossip entre los vecinos durante dos o tres días y los abuelitos, con esa mala leche tan adorable de los aldeanos, incluso acabarían describiendo al accidentado en cuestión como “el pobre Antònio, el de la palmera.” Pero en Barcelona tenemos una cantidad de críticos culturales inaudita por metro cuadrado, y el hecho de que la finida se tratara de una mujer trans, con una dura vida familiar a sus espaldas que la llevó a convertirse en homeless, convirtió el accidente en un asesinato.
A pesar de haber pasado la inspección de nuestros doctos jardineros para certificar su solidez, los barceloneses llegaron prácticamente a considerar que la palmera caída se había auto-carcomido con toda la mala baba mundial porque tenía la perversa intención de acabar con la diversidad sexual y los oprimidos de la ciudad. Los articulistas se ejercitaron en escribir mucha filosofía barata sobre “los barceloneses invisibles” y los responsables de Parcs i Jardins perpetraron una autopsia a la citada palmera que ríete tú del cuerpo muerto de Michael Jackson; pues tararí que te vi, ni siquiera Carles Porta ha podido esclarecer los motivos de aquella debacle arbórea. Como era de esperar en una situación de inquietud, a principios de este mes el Ayuntamiento procedía a talar 540 de las 2.500 palmeras datileras de la ciudad (aunque, dos años antes y por un accidente similar, sólo se habían detectado 58 ejemplares auténticamente peligrosos).
La cosa tiene mucha gracia porque, si el accidente del Raval lo hubiese protagonizado una gaviota desquiciada o un dóberman rabioso, diría que nadie se atrevería a acabar con cientos de ejemplares de estos animalitos. Pero las palmeras, pobrecitas mías, han devenido la nueva psicosis de los barceloneses. Lo he podido comprobar personalmente paseando por el Raval; donde antes había conciudadanos hacinados a la sombra de los palmerales, bandadas de niños jugando a futbol y madrinas compartiendo chismes, ahora sólo subsiste la frialdad del vacío. Si Dios todopoderoso hubiera regalado el don de la palabra a los árboles, uno de sus portavoces (escogido por sufragio entre todas las palmeras de la ciudad) exclamaría: “barceloneses; ¿qué cojones os hemos hecho?”. Yo me sumo al clamor invisible (o más bien mudo) de las palmeras. Sinceramente, no creo que nos hayan arruinado de tal guisa como para acabar gaseándolas a todas.
Yo me sumo al clamor invisible (o más bien mudo) de las palmeras. Sinceramente, no creo que nos hayan arruinado de tal guisa como para acabar gaseándolas a todas
Yo reclamo un indulto (¡o quién sabe si una amnistía!) para nuestras palmeras. De hecho, mi existencia barcelonesa tiene como pilares fundamentales la Cuadrícula del Eixample y las Livistonas chinas del Jardín del Ateneu. He aprendido a leer, a fumar ya amar junto a estos extraordinarios árboles provenientes de Japón y, si alguna instancia (por altísima que fuera) se atreviera a descabezarlas, las defendería hasta el último átomo de vida. El capataz de la arboleda municipal, Joan Guitart, ya reconoció hace poco que –a raíz del accidente ravalero– se habían talado árboles que no representaban peligro alguno para los ciudadanos. Quién sabe si, desquiciados por la caza a la palmera, nuestros políticos me acabarán desposeyendo de unas compañeras de vida que sueño eternas. Habrá que abrazarlas con uñas y dientes, mientras rezaremos para que ninguna otra especie (animal o vegetal) se convierta en el nuevo chivo expiatorio de la paranoia grupal.