La historia que voy a contarles sucede en la ciudad de Barcelona y es tan pequeña como inmensa y tan divertida como estupefaciente.
De buena mañana, cojo los Ferrocarriles y bajo en Peu del Funicular. Si les resulto influencer y quieren hacer lo mismo, tengan en cuenta que no pueden subir al primer vagón, que no abre sus puertas porque la estación es muy estrecha (cada día, desolados ciclistas en el primer vagón maldicen su suerte). Desde allí, cojo el funicular y me bajo en la Carretera de les Aigües para cometer el ritual: correr un poco por ese mirador de 7 kilómetros y 850 metros y bajar por uno de los caminitos hasta la ciudad para ir a tomarme unas bravas en el bar Tomás, como premio. La carretera está llena de ciclistas, corredores, entrenadores de perros y excursionistas. Muchos corredores se quejan —usando una expresión que solo entendería un autóctono— que el paseo está tan concurrido que “parece La Rambla”. A mí me encanta correr entre desconocidos, pero ahora, es cierto, tienes que tratar de esquivarlos por la pandemia. La carretera, sin asfaltar y llena de fuentes, te muestra toda la ciudad, siempre que la contaminación lo permita: el puerto, con sus contenedores y sus grúas, la Sagrada Familia, el pepino azul que es la torre Agbar y algunas casas con piscina en la azotea, que siempre me imagino que son de futbolistas.
Una vez hechos los kilómetros pertinentes, cojo un caminito de bajada, y dando saltos, con la elegancia de una cabra con síndrome de Steandhal, llego abajo. Y entonces pienso que tal vez no tendré tiempo de tomar las bravas si no cojo un autobús. Y he aquí, pues, que me dirijo a la parada más cercana (las que no tenemos carné de conducir somos una Blanche Dubois de la traslación: siempre dependemos de la bondad de los extraños o del transporte público). Me siento y me dedico a hacer lo que se hace: leer los mensajes del móvil sonriendo con cara de pazguata. Con perfecta puntualidad llega el bus, que va prácticamente vacío. Por razones éticas preservaremos su número y su letra. Hagamos un punto y aparte. Estamos a punto de llegar al desenlace.
Se abren las puertas, se oye ese ruido, como de estornudo de caballo, que hacen los autobuses. Subo las escaleras. Pero el conductor me detiene con un chillido que me deja seca: “¡Eh, eh, eh! ¡No se puede subir sin mascarilla! ¡No la voy a dejar subir!”.
¡La mascarilla! Tiene razón. La llevo en la riñonera, con el teléfono, la T-10 y veinte euros. Para correr no es obligatoria (cuando escribo estas líneas) y, cuando me he sentado en la parada, se me ha olvidado ponérmela. Me la pongo y me disculpo: “Ay, sí, perdone! ¿Dónde tengo la cabeza? Madre mía”. Entonces el conductor me mira con ojos tristes. Y exclama, decepcionado: “Qué lástima…Me apetecía discutir…”.
Me echo a reír, y él, conmigo. Le apetecía pelearse, y más si era, como en este caso, por una causa noble. Se hubiese quedado tan descansado… La gracia es que él, a diferencia de ese señor del paso de cebra que riñe preventivamente a la conductora de un coche por si acaso no se detuviese, es que lo ha confesado. De hecho, yo, corriendo hace un rato por la Carretera de les Aigües he tenido, conmigo misma, una discusión de pareja (evidentemente, la he ganado) que me ha dejado nueva.