Los americanos han ideado una película sobre Barbie donde la felicidad de las mujeres termina subsumida al hecho de disfrutar de útero (para así poder visitar al ginecólogo y, al límite, parir), como también en la potestad de dominar un mundo que, comandado por los hombres, sería violento, desordenado y patético. En efecto, como recordaba hace poco la escritora Leslie Jamison en New Yorker, de los más de doscientos oficios con los que los creadores de Mattel ataviaron a la muñeca más famosa del planeta, a fin de convertirla en una mujer independiente, nunca se atrevieron a incluir la labor natural de la maternidad. Lo afirmó la propia creadora del trasto, la genial Ruth Handler, confesando que eso de ser una mujer que se queda todo el día en casa cuidando a los niños es un puto coñazo. De hecho, su creación cumple a la perfección con la idea de un cuerpo imposiblemente bello y atlético para quien la posibilidad del embarazo parece una locura biológica.
Éste es el tema real de la película de Greta Gerwig, que ya empieza el filme emulando la escena de los homínidos de Stanley Kubrick, mientras la heroína del tema se transforma en el famoso monolito y la voz de Helen Mirren nos dice: “Al principio, las niñas sólo podía jugar a ser madres. ¿Te parece divertido? ¿Por qué no se lo preguntas a tu madre?”. Tiene mucha gracia, por tanto, que tras ver durante dos horas cómo la cineasta juega brillantemente con las penalidades laborales, estéticas y existenciales con las que el heteropatriarcado hace enloquecer a la mayoría de mujeres del mundo, su Barbie humana acabe poniéndose bien mona (y estando igual de buena) para irse a revisar los bajos en una clínica de pago. Como ocurre siempre, los yanquis son unos cracks en el arte de asumir los postulados de la teoría crítica más progre, asegurándose de que —en cualquier producto audiovisual— el ganador de la partida sea la familia.
Como miembro del género damnificado del filme, diría que Barbie tiene mucha gracia definiendo el universo masculino como algo mucho más impostado y ridículo que peligroso. Hace unos meses, las feministas cometieron la temeridad de matarnos a James Bond, el último héroe que retrataba las costumbres del heteropatriarcado bajo la gracia sublime del donjuanismo. Sin ningún referente para aferrarnos a las antiguas costumbres (y privilegios) de nuestro sexo, ahora Hollywood nos ha acabado de castrar del todo, negándonos incluso el privilegio de un universo de tranquilidad existencial en el que podamos dedicarnos a escalar hacia un caballo como un cowboy o incluso a hacer algo tan estupendo como pasarnos una tarde matándonos a birras mientras nos tocamos los testículos en el sofá. Afortunadamente, el sexo fuerte (ni los apologetas de la Inteligencia Artificial) todavía no nos han revocado la potestad de la producción de esperma.
Que la película Barbie haya superado comercialmente otros experimentos de la industria californiana como Oppenheimer o Indiana Jones (a saber, las enésimas regurgitaciones de hombres torturados por su genio o por su inaudita incapacidad de jubilarse), certifica que Hollywood ya ha puesto el periscopio al convertir a los basics del feminismo en pasta gansa. Que el empoderamiento feminista se sitúe en el ámbito del mainstream resulta una magnífica noticia por las mujeres; también lo es que la independencia no implique dejar de parir, por todo aquello relativo a la supervivencia de la especie. Al fin y al cabo, los hombres siempre podremos acabar dedicándonos a la ginecología, que de eso todavía sabemos algo. También a deconstruirnos, faltaría más, porque todavía nos queda muchísimos camino por recorrer hasta convertirnos en seres fatalmente aburridos. Por suerte, en las plataformas de pago todavía podemos ver Rocky.