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El psiquiatra Frasier Crane, interpretado por el actor Kelsey Grammer. © Skyshowtime

Friends & Frasier

La muerte de Matthew Perry me ha recordado por qué no me gustaba 'Friends' y sigo prefiriendo 'Frasier'

Diría que, para los miembros de mi quinta Xer, la muerte de Matthew Perry se ha vivido con especial dolor porque significa la ruptura con uno de los únicos puentes que nos recordaba la próspera década de los noventa. A mí Friends siempre me dio un poco de pereza, por su distorsión de la felicidad neoyorquina (aquello que los cursis llaman “narrativa aspiracional”) protagonizada por unos chavales que vivían como perpetuos adolescentes, abocados a conflictos sin trascendencia alguna. Pero, sin embargo, entiendo perfectamente que a mis coetáneos se les haya encogido el corazón viendo como uno de los hijos de nuestro llamativo post-olimpismo acababa matándose en un jacuzzi, borracho como una cuba. A riesgo de parecer poco sensible, diría que la muerte de Perry es absolutamente lógica si asumimos el destino de alguien que todavía podía ser víctima del éxito y que, al fin y al cabo, se afanaba por morirse.

Justamente porque siempre me ha interesado mucho más lo escabroso que la vida beata, en casa vivimos los noventa a través de una serie coetánea de Friends como fue Frasier, maravillosa comedia que acaba de anunciar su comeback televisivo. Pese a suceder en Seattle, la obra protagonizada por el psiquiatra Frasier Crane podía haber pasado perfectamente en Manhattan (el esnobismo de su personaje es netamente neoyorquino). Pero a diferencia de los chicos de Friends, la serie de los genios de Grub Street Productions tenía la gracia de surgir desde los fracasos de protagonista, cuarentón divorciado, forzado a vivir con su padre, con una sórdida vida amorosa y unas aspiraciones culturales elevadísimas contrastantes con su condición de host de un programa radiofónico de autoayuda. Si Friends todavía creía en el comunitarismo, Frasier era la prueba de que el contrato social surge básicamente de la frustración.

Diría que, a pesar de no ser su público natural, los Xers hemos acabado adorando Frasier porque retrata la aspiración de una generación que los boomers habían descrito como “la más preparadas de la historia” pero que ha puesto de manifiesto cómo su formación académica (también el acceso al conocimiento globalizado y al mundo virtual) no le servía para vivir mejor que sus padres. En cierto modo, los intentos de Frasier Crane y su hermano Niles para acceder a las élites de Seattle —ya sea al interior de los clubes de vinos más selectos o a la platea de un teatro de ópera— son un espejo de nuestra incapacidad para acceder en los aparatos de poder políticos y culturales que han comandado Catalunya (hay muchos Xers que han puesto los pies ahí, faltaría más, pero comparten la característica de ser los más burros de la clase). En este sentido, que Frasier se acabase no nos representó ningún trauma, porque el trauma era la obra misma.

Como derivada de todo ello, así lo recordaba recientemente Colin Marshall en New Yorker, es lógico que Frasier sea ​​un producto mediático inscrito en el poder cultural de la psicoterapia que Philip Rieff describió tan bien en The Triumph of the Therapeutic: Uses of Faith After Freud (1966). A mí me gusta el protagonista de la serie porque, a pesar de ser un sujeto de curación espiritual (una tarea que durante mucho tiempo desempeñamos los filósofos) su vida es la de un paciente perfectamente desastroso. De hecho, cualquier aventura social en la vida de Frasier Crane —desde su matrimonio a la convivencia con su padre, un oficial de policía retirado— deriva necesariamente en el colapso de personalidades. La psicologización de la vida traumática tiene otra derivada interesante porque, en definitiva, los hombres de mi generación sólo hemos acabado siendo sinceros con nuestro psicoanalista.

Yo diría que Frasier sigue siendo el mejor remedio para pasar de ser un narcisista imbécil a un narcisista mínimamente decadente y divertido. La ciudad es el escenario perfecto para escarnecer al propio sujeto y, en este sentido, sería fantástico que alguno de nuestros guionistas inventara un equivalente barcelonés del doctor Crane. No sé si miraré el revival  de la serie que acaba de estrenar Sky Showtime; pero intuyo que a alguien como a Matthew Perry le habría ido muy bien mirar al original porque, al fin y al cabo, es una buena escuela para enaltecer el fracaso y dudar siempre del éxito.