Barcelona empieza a dejar atrás la fiebre de la cocina creativa que hace unos años empujó hasta al más pequeño y humilde de nuestros restaurantes a querer ser una copia forzosamente barata y torpe de El Bulli. Cuando Can Ferran Adrià estaba en su máximo apogeo, las grandes estirpes de restauradores del país perdían el culo por enviar sus herederos a Cala Montjoi para que aprendieran a hacer el milagro de los panes y los peces. Los propietarios de la mayor parte de fondas y otros establecimientos populares de la ciudad quisieron hacer lo mismo —quizás porque pensaban que, si no abrazaban la nueva religión, quedarían como unos cutres— y el resultado fue dramático.
Ciertamente, entre los cocineros que han pasado por El Bulli hay algunos de los actuales grandes nombres de nuestra cocina, pero también hay muchos otros que creyéndose alquimistas y queriendo reproducir en sus negocios familiares las ideas revolucionarias que habían aprendido, han fracasado estrepitosamente. Querían ser sofisticados y modernos y por eso dejaron de hacer el fricandó con setas de toda la vida para empezar a preparar un insípido carpaccio de ternera con láminas de boletus delgadas como papel de fumar. O sacaron de la carta las sopas y cocidos —porque les parecían cursis y que eran de pobre— y las sustituyeron por cremas tibias servidas en tacita de café a precio de oro o, aún peor, ¡por espumas y esferificaciones!
Todo ha ido volviendo a su sitio con el paso de los años, pero en el momento de máximo esplendor de este tipo de cocina, en ciertos restaurantes, no sabías si estabas cenando o viendo un espectáculo del Mago Pop. Ni si te estaban sirviendo un menú degustación o haciéndote un show de varietés que ni en El Molino de tanta luz de color, humo, lentejuelas y purpurina. Eso sí, carne había poca porque lo que menos importaba era la comida.
En el momento de máximo esplendor de este tipo de cocina, en ciertos restaurantes, no sabías si estabas cenando o viendo un espectáculo del Mago Pop
Dejadme decir, antes de atacar la segunda parte de este artículo, que no tengo nada contra la cocina de vanguardia y que he disfrutado como el que más de algunas de las propuestas más innovadoras de los hermanos Roca o de Carme Ruscalleda. Lo que quiero decir es que, con la voluntad de ser modernos —también con la voluntad de satisfacer una clientela cada vez más internacional, pero eso me lo guardo para otro día—, en un determinado momento muchos restaurantes populares de Barcelona renunciaron a la tradición del chup-chup para abrazar una cocina pomposa y al mismo tiempo arribista que, en el mejor de los casos, ha acabado siendo adocenada y, en el peor, tramposa.
Por suerte, hay un puñado de restaurantes de los de toda la vida que no se dejaron seducir por estos cantos de sirena. Han seguido haciendo una cocina honesta y sin pretensiones a muy buen precio y, precisamente por ello, cuentan con una clientela fiel. Hablo de establecimientos como el Restaurante Portolés (Diputació-Roger de Flor), donde hace más de diez años que ceno regularmente.
El elemento más importante del comedor del Portolés es la pizarra donde están escritos los platos del día con el precio al lado. La pizarra del Portolés es como un manifiesto de una determinada manera de entender la cocina y tal vez la vida. De hecho, hay tres pizarras. Una para los primeros, la otra para los segundos y una pequeña para los postres. A mí, me recuerdan a los paneles que hay en las terminales de los aeropuertos con información de los vuelos que todo el mundo mira embobado. Una de las peores cosas que te puede pasar cuando esperas para embarcar es que junto a tu número de vuelo aparezca la temida DELAYED o, aún peor, CANCELLED. Te hace la misma rabia cuando, en el Portolés, ya te has decidido por unas medianas de cordero a la plancha y, cuando te dispones a pedir, uno de los camareros va hacia la pizarra y borra su precio: plato agotado.
La pizarra del Portolés es como un manifiesto de una determinada manera de entender la cocina y tal vez la vida
De primero, sobre todo si hace frío, me decanto por la sopa barrejada, aunque tampoco hago ascos a un buen plato de acelgas. De segundo, me encantan las codornices a la vinagreta o, si quiero algo más ligero, el lenguado a la plancha con ajo y perejil. Tengo amigos a los que les gusta picar unos sesos fritos o que, de vez en cuando, se dan un capricho con un buen plato de callos. De postre, la especialidad de la casa son los flanes, evidentemente caseros, de café, de coco y de chocolate.
El último día que fui a cenar al Portolés, me llegaba una voz que me sonaba familiar y, cuando me di la vuelta discretamente, vi que se trataba del actor Brays Efe que cenaba acompañado de un grupo de amigos. Recuerdo que a Paquita Salas —adicta a los torreznos y al Larios— le pegaba mucho el Portolés y me la imaginé tomando una copita de Aromas de Montserrat de aquella botella que debe hacer décadas que tienen detrás del mostrador.