Horta
Horta es una parte viva de la ciudad que habla con la voz propia de su historia. ©Edu Bayer

Los secretos de Horta, un barrio sin turistas

Horta conserva el alma de un barrio de pequeño comercio autóctono, donde la gente se saluda más allá del protocolo del golpecito de cabeza, y en el que el turismo es una palabra ajena al diccionario cotidiano

Cuando un amigo extranjero visita Barcelona por primera vez o, cuando me da por pasear solo por un lugar sin gente, lejos del cada vez más ubicuo griterío, huyo de la tentación del Eixample o el Gótico y me lo llevo a Horta, y más en concreto a su Illa de les Bugaderes (para los faltos de orientación y adictos al Maps como servidora, el rectángulo delimitado por las calles Granollers, Baixada de can Mateu, Llobregós y que tiene el centro neurálgico en la calle Aiguafreda).

La teórica más o menos se la sabe todo el mundo: como dice el maestro Alexandre Cirici en Barcelona pam a pam (recuperado en 2012 por Comanegra con una edición francamente mediocre y tediosa de la arquitecta y exconcejal Itziar González Virós), Horta “es una población sencilla y de costumbres tradicionales”, un lugar donde, como dirían los articulistas cursis, “parece que el tiempo se haya detenido” y, más aún, si uno husmea esta calle de inigualada belleza, en medio de una retahíla de bellísimas casitas donde hace más de un siglo ejercían las lavanderas con vistas a la montaña pelada, unas edificaciones y pozos que han permanecido intactos y que ahora son un pequeño oasis de jardines donde darías la vida por quedarte a echar una siesta.

La Commonplace es tan cierta como peligrosa, porque si continuamos con el diccionario cursi habría que decir aquello de “cuando paseas por aquí parece que no estés en Barcelona”, y la cosa tiene algo de cierto, porque Horta conserva el alma de un barrio de pequeño comercio autóctono, donde la gente se saluda más allá del protocolo del golpecito de cabeza, y en el que el turismo es una palabra ajena al diccionario cotidiano. Pero hay que rebelarse contra la desmemoria y la macdonalización de nuestras calles, porque este rincón de las Bugaderes no es un museo, sino una parte viva de Barcelona que habla con la voz propia de su historia, así como un patrimonio vital del país que nos debemos obligar a conjugar en presente sino queremos enfermar de sentimentalismo.

Pozo ajardinado en una de las casas del barrio de Horta.

Si este amigo extranjero (o el amigo imaginario con el que hablo solo cuando deambulo) me preguntase qué clase de gente somos, no tengo mejor respuesta que los cien pasos que exige la calle Aiguafreda, suma de viviendas que aman la piedra antigua y la racionalización, pero donde ninguna fachada es igual que la otra, donde el universo de la gente lo marca la ventana de casa y el jardín es un espacio de controlada locura.

Ahora hacía demasiado tiempo que no subía a Horta y cuando llego a Plaça Eivissa reencuentro la calma de unas terrazas de verdad, las del Frankfurt Júlia y el Bar Petit, a un lado, y el magnífico rincón de La Fonda al otro. Los decanos, la Bodega Massana y el Quimet, se hacen los estupendos y cierran durante agosto, siguiendo esta nefasta costumbre de la vacación y el asueto. Vale la pena enlazar estos dos establecimientos desde el inicio de la calle Horta hasta Campoamor y rezar un Padre Nuestro en la coqueta iglesia de Sant Joan.

El barrio se funda en la dialéctica entre el centro, modestísimo como un colmado (a veces en exceso; valdría la pena que algún cráneo privilegiado del Ayuntamiento rescatara su hermoso Ateneo de la decrepitud para urdir ahí un buen proyecto cultural), y la ruta hasta las calles de poniente donde encuentras casas de cuando la burguesía barcelonesa tenía más de una neurona y sabía diferenciar un acorde wagneriano de uno de Mozart. Si os falta pasta para hacer turismo y el asno por Europa, dejaros de mandangas y seguid la ruta que va de la Avinguda del Estatut hasta el Parque del Laberinto y musculad la gemelos hasta llegar a la finca de Can Gallart.

Algunos de los edificios de Horta son de titularidad pública (ahora os citaba uno, conocido como El Palau de les Heures, que restauró la Diputación de Barcelona cediéndolo a la Fundació Bosch i Gimpera de la UB), y valdría la pena que alguna alma creativa de nuestro consistorio replanteara su uso de cara a la ciudadanía, lo que, a su vez, podría hacer que los conciudadanos barceloneses empezaran a mover el culo de su barrio para visitar un paraje único de la ciudad.

En Horta hay casas de cuando la burguesía barcelonesa tenía más de una neurona y sabía diferenciar un acorde wagneriano de uno de Mozart

Reprobamos, y con razón, la desertización de los barrios por el efecto del turismo de masas, pero como decía la semana pasada refiriéndome al Barrio Gótico, olvidamos nuestra propia responsabilidad a la hora de abandonar algunos de los barrios más bellos de nuestra ciudad. Así ha pasado con esta magnífica villa de Horta, un barrio que este autor de La Puñalada adora por su silencio sepulcral y aquel rostro tan catalán de antipatía que te regalan sus indígenas cuando les molestas visitando sus calles. Barcelona necesita de un alma genial que sea capaz de imaginar barrios de tradición que también sean patrimonio y paisaje de todos los barceloneses.

Estamos ante un patrimonio vital para la ciudad de Barcelona.

A la espera de este genio, durante este mismo año hemos sabido que el Ayuntamiento y el grupo inmobiliario Vertix perpetraban el derribo de parte de las construcciones que hay en la Baixada de San Mateu y muchos vecinos  nos han advertido de la intención de cargarse las casas y los huertos de la calle Llobregós para hacer unos jardines de una nueva promoción de viviendas que mutilaría la unidad estética del lugar. Basta asomarse a la Illa de les Bugaderes para ver que el lugar, más allá de preservarse y de no construir casitas de futbolistas a su lado, sería necesario que se abriera al vecindario; si algo hay que derribar son las tapias que lo aíslan, lo que podría aprovecharse para pacificar la calle Llobregós y ampliar los jardines naturales de las antiguas lavanderas y abrir ahí una plaza.

Barcelona necesita de un alma genial que sea capaz de imaginar barrios de tradición que también sean patrimonio y paisaje de todos los barceloneses

En nuestra ciudad sobran las ganas de pacificar las calles (algunas de ellas sin ningún tipo de necesidad), y parece mentira que un lugar tan fácilmente mejorable pueda terminar formando parte del amplísimo catálogo de nuestros despropósitos urbanísticos.

La calle Aiguafreda es uno de los lugares más bonitos de la ciudad. A quien tenga la sola idea de cargárselo, faltaría más, le caerá toda la fuerza de mi puñal. Vecinos de Horta, si necesitáis un soldado para salvarlo, ya sabéis donde estoy. Subo de vez en cuando, sin molestar demasiado, insisto; sólo cuando quiero robarle un poco de silencio al barrio y quiero enseñarle a un amigo de fuera que vivo en una ciudad de casas, pozos, piedra milenaria y gente civilizada.

Horta es un buen lugar para reencontrarse con el silencio.