Barcelona se propone reorientar su modelo turístico. El objetivo es captar un turismo de mayor calidad y eso pasa por que el principal reclamo que traiga visitantes a la ciudad sea la cultura. Para entendernos, que los turistas lleguen a Barcelona para visitar el MNAC, la Miró, el Picasso, el Liceu, el Auditori o el Palau de la Música, en lugar de venir a celebrar aquí despedidas de soltero, montar fiestas en pisos turísticos, dormir la mona en la playa, después de una noche de fiesta, o cenar paella de una calidad tan ínfima como la sangría que la acompaña, en alguna terraza ruidosa y hortera de la parte baja de la Rambla.
Desde hace unos meses, incluso quienes se han pasado décadas cantándonos, acríticamente, las excelencias del turismo, aceptan ahora que el negocio de las pernoctaciones en Barcelona ha tocado techo, que es una bomba de relojería. Principalmente, por el crecimiento de la turismofobia, como consecuencia de la masificación de algunas zonas de la ciudad, el colapso de los transportes públicos, la gentrificación, el alza imparable del precio de la vivienda, la progresiva perdida de todo lo genuino (vida de barrio, comercio histórico, restauración típica…), pero también por su impacto en la degradación de la propia marca Barcelona.
La prueba más evidente de que se han disparado todas las alarmas en el sector es que el propio Turisme de Barcelona ha decidido pasar a la acción y crear una alianza con museos, centros de arte y galerías bajo el nombre de Barcelona Art Seasons. Paradójicamente, el objetivo de esta campaña turística no es atraer más turistas, sino que los que vengan sean mejores.
Hay quien pensará que ya era hora y quien exclamará que ya vamos tarde, pero la verdad es que somos muchos los que pensamos que Barcelona tiene todos los ingredientes para ser un destino cultural de primera (patrimonio cultural y arquitectónico, grandes equipamientos culturales o figuras internacionales que reivindicar), aunque seguramente por las prisas, avaricia y voracidad del propio sector turística, se acabó adoptando un modelo masivo, de bajo coste, de sol y playa, de ocio nocturno en el peor de los sentidos y, digámoslo claro, bastante vulgar.
Pero basta con pasear por las calles de Viena para comprobar que otro turismo es posible. Lo voy a contar con un ejemplo bastante esclarecedor: no creo que a ningún turista se le ocurra volar a Viena para luego deambular por los alrededores del Palacio Imperial de Hofburg ataviado con un sombrero de forma fálica o travestido de emperatriz Sisí para despedirse de la soltería.
A la capital del antiguo imperio austrohúngaro se va principalmente a visitar palacios y museos o a escuchar clásica en una de sus muchas salas de concierto; a pasear por su centro histórico, impoluto y sin temor a que te roben la cartera en cada esquina; a calentarse y dejar pasar las horas en uno de sus espléndidos cafés, cargados de historia, o a degustar su cocina tradicional en las animadas y viejas cervecerías. Cuando pensamos en Viena, pensamos en Zweig, Freud, Klimt, Mozart, Strauss y, por supuesto, en el señor Sacher, ¡que la gastronomía también es cultura! Esto también quiere decir algo.
Viena es uno de los grandes destinos turísticos europeos y, al mismo tiempo, se sigue viviendo muy bien en ella
Viena ha conseguido, por el momento, un equilibrio envidiable. Es uno de los grandes destinos turísticos europeos y, al mismo tiempo, se sigue viviendo muy bien en ella. No lo digo yo, sino los datos. Para empezar, Austria, con una población de 8,9 millones de habitantes, recibe anualmente 32 millones de turistas, lo que significa que, por cada residente, hay más de tres millones de turistas. La mayoría de ellos, recalan en su capital, una ciudad mediana, de poco más de dos millones de habitantes.
Sin embargo, en 2024 Viena se acaba de coronar como la ciudad más habitable del mundo por tercer año consecutivo, según el ranking de 173 ciudades elaborado por el Economist Intelligence Unit, la división de investigación y análisis de The Economist. La capital austríaca destaca, entre otras razones, por garantizar a sus ciudadanos el acceso a una sanidad y educación de calidad, también por tener unos alquileres comparativamente bajos (una cuarta parte de los pisos vieneses son de titularidad pública y los precios están regulados por ley), también por su excelente red de transporte público y por sus muchas zonas verdes. Más datos: el índice de calidad de vida de Mercer que lleva una década liderando Viena confirma que los vieneses están muy contentos con su ciudad.
Este buen vivir impacta, además, directa y decisivamente, en la actitud de los vieneses hacia los turistas. La revista Condé Nast Traveller la ha premiado este año como la ciudad más hospitalaria del mundo. Los viajeros otorgan a Viena una puntuación de 93,88 sobre 100. ¿Qué nos indica esto? Pues que el turismo de calidad, cuando no provoca el aumento de los precios de los pisos, ni colapsa calles y medios de transporte, cuando no degrada la ciudad y no hace sentir a los propios ciudadanos que estorban, no sólo no molesta, sino que es bienvenido. Pese a que el aumento imparable del turismo también empieza a preocupar a los austríacos y ya ha habido alguna que otra manifestación en este sentido en la pequeña y pintoresca población de Hallstatt, escenario que inspiró la película Frozen de Disney, Viena parece que ha logrado la cuadratura del círculo: turismo de calidad y calidad de vida.