Mujer mirando el móvil
Mujer mirando el móvil. © Pixabay

No sé descansar

La imposibilidad de mitigar la adicción a los contenidos que generan las pantallas y el sentimiento de culpa por abandonar el trabajo han provocado que el descanso sea una de las grandes utopías del presente

No sé descansar y temo no aprender nunca. La promesa de un puente —que en casa hemos transformado en acueducto— aceleró nuestra lista de buenos propósitos. Abandonaríamos Barcelona durante casi siete días, una cifra de vacaciones desconocida por la costella y servidor (aclaración previa: sufro la desdicha de ser autónomo, lo que implica currar un 80% del tiempo, estés en Barcelona, ​​Palamós o Saturno). Pero laburar tocado por el airecillo de la Costa Brava, con la posibilidad de intercalar una siesta entre artículos, guiones de podcast, lecturas y etc., ya es otra cosa. Por otro lado —no fotem, Berni— tienes trabajo de sobras, te ganas la vida escribiendo y garlando en catalán (lo justo para llenar la olla de sopa, by the way) y lamentarse es una rémora de lo que el plasta de Macron ha denominado “la época de la abundancia”. La peña obrera de África no llora tanto porque tiene otras necesidades más perentorias y blablablá. Túmbate al sol y chapa la boca.

La primera promesa fue deshacerse del teléfono móvil. En casa también somos leídos; conocemos la obra 24/7 de Jonathan Crary, según el cual la omnipresencia lumínica de pantallas en nuestras vidas (es decir, la ausencia de oscuridad) comporta una tortura que nos ha aniquilado progresivamente la capacidad de dormir, descansar y pensar como dios manda. Pues bien, tiraremos el móvil a la piscina. Tu tía en patinete… pero hay esperanza. El consumo semanal, dice Mr. iPhone, es de 3 horas y 41 minutos, un 28% menos que la anterior. Algo es algo, pero la relación con el teclado aún es la de un adicto. Pasan pocos minutos sin una nueva dosis, ya sea un aviso Gmail con el Newsletter del New Yorker (nota mental: me he zampado una veintena de artículos largos de la revista pero aún me quedan diez por leer) o un whats de los cien grupos que perviven en mi teléfono.

También me había jurado abandonar Twitter durante toda la semana. Pero tengo que colgar ahí un artículo cada día y el texto debe tener cierto eco porque, de lo contrario, mis respectivos redactores me dirán que ya puedo dedicarme a escribir sobre Kierkegaard… por mi cuenta y sin cobrar. Putos first world problems. Bien, los colgaré en la red pero prometo no comentar ninguna respuesta ni prestar atención a los RTs que provoquen. Ha ganado la tozudez, pero resulta que la providencia de los beefs culturales de la tribu ha provocado que un artículo de mi querida Anna Punsoda sobre el atasco emocional de los hombres sea uno de los hits del año. Y ya me diréis quién puñetas se está una horita mirando el horizonte del Mediterráneo cuando desconoce el último insulto que Enric Vila ha regalado a nuestras hembras liberadas. Por lo que respecta a la dependencia tecnológica, derrota abismal. Tendremos buscar alternativas durante el tiempo libre.

El consumo semanal, dice Mr. iPhone, es de 3 horas y 41 minutos, un 28% menos que la anterior. Algo es algo, pero la relación con el teclado aún es la de un adicto.

Saldremos a pasear, of course! Naranjas de la China. Porque en casa, con la chimenea bien candente, uno está la mar de bien. Somos seres post-pandémicos, admitámoslo de una vez, y ello implica asumir la agorafobia permanente. El paisaje que nos rodea es precioso, faltaría más, pero progenitor acaba de comprar un nuevo pack de canales en la tele y prefiero pasar la noche mirando compulsivamente combates de boxeo que deambulando por Tamariu. No tenemos vergüenza. Hace días que estamos en el Empordà, me había jurado dormir como una marmota y no paro de levantarme a las 7 de la mañana. ¡Qué bonito es ver salir el sol del mar mientras fumas un purito! Y un comino, reina. Finalmente, al séptimo día, resucitamos y me visto de pixapí para ir hacia la playa. Superado un kilómetro a pie, empiezo a marearme, opresión en el pecho y dolor angustiante. Va, tío, que no pasa nada. Un pasito, dos pasitos. Alehop! Se hace camino al andar.

Teníamos que irnos ayer porque tenía tele. Rebelándome contra la obligación, decidimos quedarnos. ¡Diez días de vacaciones en total! Bien, la cosa es relativa. He recibido otros cuatro mails del New Yorker y los artículos pendientes ya vuelven a ser una veintena (lleva cosas muy interesantes, como la tiktokización del mundo, el trumpismo recalcitrante del Partido Republicano y reseñas sobre el último disco de Neil Young: ¿cómo puedo dejar mi metadona de Manhattan sin leer?). Cuando los termine, si lo hago, quedará pendiente la lista de Spotify de diciembre; dos óperas, cinco nuevos discos sinfónicos y una decena de álbumes de cámara, lied y tal. Aparte, sólo estoy suscrito a 30 o 40 podcasts de todo el mundo. ¡Ya me dirás tú si a esto se le puede llamar ir estresado por la vida! Pues bien, yo diría que lo estoy, y no soy el único. Pienso que haríamos santamente en no utilizar el inglés para disimularlo. Ni burnout ni hostias; estamos cansados, fatigados, y sin aliento.

Aún queda un fin de semana de vacaciones y sé a ciencia cierta que no podré descansar: aún quedan tres artículos por escribir, preparar dos grabaciones de la Illa de Maians, casi un millar de páginas por leer… Pero soy un privilegiado, no fotem. Al menos he podido salvar la Puñalada hablando de mi no-descanso. ¡Aquí lo aprovechamos todo, como el cerdo! Sólo quedan dos días de asueto y ya podremos volver a la normalidad del estrés barcelonés: en definitiva, la ciudad nos hace sentir mucho menos culpables de no parar. Todos hacemos lo posible por disimular que estamos agotados, y el cuerpo hace virguerías para no recordarnos a cada minuto que, de seguir así, acabaremos todos majaras. Fin del artículo. Comparto en redes, naturalmente.