La ciudad que siempre duerme (las horas que tocan)

He vivido en esta ciudad a lo largo de diversos matrimonios: en un ático cerca del cine Nápoles —que ahora és el Phenomena— y en un principal en La Sagrera, delante del parque de la Pegaso, donde había un bar que me volvía loca de amor, porque se llamaba “Brilsto II”, cosa que sugería que existía un “Brilsto” (no un “Bristol”) primigenio. Viví mucho tiempo en un segundo de la calle Viladomat, con sus suelos hidráulicos y eso que llamamos, en el argot inmobiliario barcelonés, “delantes y detrases”. En él, ahora,  vive mi suegra (que decidió afligirme poniendo parqué). Hoy en día, podría decir que voy a Barcelona cada día del mundo por “ocio y negocio”, y no mentiría del todo, pero me temo que la primera parte de la frase se quedaría corta y la segunda, en cambio, sería una tremenda exageración.

Me gusta esta ciudad, porque cuando dejé el pueblo por ella, mi padre me advirtió: “¡Vete, vete a Barcelona! Y ya verás que allí ¡nadie se saluda! ¡Nadie se conoce!”.  El caso es que comprobé, con inmensa y perfectísima alegría, que tenía razón. Frank Sinatra decía que Nueva York es “la ciudad que nunca duerme” y creo que Barcelona es la ciudad que “siempre duerme las horas que tocan”. Ni más, ni menos. Me gusta. Me gusta reseguir con los dedos la fachada de la iglesia de Sant Felip Neri, porque allí están las mordidas de la metralla de una bomba de los “nacionales”, durante la Guerra Civil. Me gusta la calle Aribau, porque en ella se concentran unas cuantas coctelerías. El Ideal, que tiene un cuadro del antiguo dueño y fundador, don Gotarda padre, el Tándem, el Dry Martini, con su máquina de contar los dry martinis que van sirviendo desde que abrieron, y el Solange; que antes era el Harry’s. Por todos esos bares se paseaba, hasta que la muerte se la llevó, una criatura de la noche: “Violeta, la burra”, con su peluca, sus zapatones, sus castañuelas, sus cedés y esas rosas que trataba de vender a los clientes a base de piropos.

Me gusta esta ciudad, porque cuando dejé el pueblo por ella, mi padre me advirtió: “¡Vete, vete a Barcelona! Y ya verás que allí ¡nadie se saluda! ¡Nadie se conoce!”

Me gusta enseñar “La Granja”, de la calle Banys  Nous, a los guiris porque allí —antes era una vaquería— hay un tramo de la muralla romana, que puedes tocar. Me gusta el muñeco (el “ninot”) del mercado del Ninot, porque cualquier barcelonés de menos de 12 años cree que eso que tiene en la mano es un teléfono móvil. Me gusta, si tengo que coger un tren en la estación de Sants, ir antes a desayunar un bocadillo de jamón serrano caliente con mantequilla en el Viduca, de la calle Elisi, allí al lado, porque los dos hermanos catalano-gallegos que lo llevan son muy simpáticos, cocinan como los ángeles, y el pequeño, que se llama Joan, te prepara “Joan-tónics”.

Me gustan los cafés con leche en vaso del Pinocho, en la Boquería, porque el café con leche en vaso me recuerda los mercadillos. Me gusta el sintecho barbudo que pide limosna con su amigo canino, delante del kiosco de la calle Calvet con Tenor Viñas, porque después, con la recaudación, se toma una cerveza y un bocadillo en la Granja Catalunya, al lado mismo (el perro siempre consigue su trozo de salchichón). Me gusta el Samba Brasil, que es un bar sencillísimo, con barra de metal, en la calle Lepanto, con un dueño alegre como pocos, brasileño, que te prepara unas caipiriñas imbatibles en vaso Duralex (como tiene que ser). Me gusta la “Tintorería Infanta”, en la calle Entença, porque me imagino que el nombre es un vestigio de la calle Infanta Carlota.

Me gusta subir al Mnac, porque des de allí —y disculpen, porqué creía que no diría la frase que diré a continuación hasta que tuviese setenta años— “hay unas vistas maravillosas”. Te sientas en las escaleras y ves las dos torres venecianas, de la Exposición del 29, que imitan —y esto no puedo evitar que me encante— el campanario de San Marcos de Venecia. Me gustan, me divierten mucho las imitaciones (me casé en Las Vegas acompañada de un Elvis de imitación, claro). Además, estas torres copiadas me recuerdan la salida de la Maratón de Barcelona, justo allí abajo. Los que la hemos hecho siempre tenemos un tramo especial que odiamos y uno que amamos, porque nunca atrapas tanto una ciudad como cuando corres por ella. Yo —como todos— odio el tramo de la Meridiana, porque es de ida y vuelta (allí te caen los 21 kilómetros; la “media”). Y el que prefiero, a pesar de que ya vas muerto, porque es el final, es el Paralelo, que sube un poco, pero que a ti te parece el Tourmalet, en esos momentos.

Me gustan, me divierten mucho las imitaciones (me casé en Las Vegas acompañada de un Elvis de imitación, claro)

Me gusta, en fin, que el teatro Poliorama tenga una puerta que da directamente al Viena (ahora, por el Covid, está cerrado). Me gusta la calle del Pecado, por el nombre, y porque Gato Pérez hablaba de ella en la canción “Un amor en cada bar”. Me gustan los dos rotatorios que hay en la avenida Tarradellas, uno frente al otro, porque me divierte locamente ver pasar sushi en barcas (pero también croquetas y escalopa, y platitos de piña sin suerte, que dan vueltas y vueltas porqué nadie los coge). Me gusta el pequeño badulake del interior de la estación del tren de Sarrià —“Pequeño Supermercado”, se llama— porqué en la cristalera han escrito, para evitar malentendidos, un aviso que me hace sonreír bajo la mascarilla: “Precio normal”. Me gusta, me gusta mucho, el color de los taxis de Barcelona.