La obsesión por la perennidad dérmica acaba en la locura de muchas jóvenes. ©Aline Hold

La verdad no está en la piel

La pulsión adictiva por el 'skincare' es uno de los delirios más inquietantes de nuestro tiempo

Paseo por uno de los nuevos templos del skincare que han abierto sus puertas últimamente en Barcelona (equipararlos a un adoratorio no es casual; por mucho que la mayoría dispongan de un showroom de estética raw y que vivan inmersos en la moral del plant-based…  aquí se respira un aire putrefacto de capilla) y repaso también algunos de los millones de tutoriales que las adolescentes dedican al cuidado de la piel facial. Sabemos que esta moda esconde, como siempre, una cara B horripilante: esta pulsión por la perennidad dérmica acaba en la locura de muchas jóvenes que se aplican productos de antienvejecimiento entre los 10 y 15 años, generando una conducta adictiva espantosa, no sólo porque la mayoría de bambinos tengan la piel más saludable que un sauce de Alaska, sino porque la manía por mantener una cara impoluta les privará de uno de los mejores bienes de los que dispone el ser humano: envejecer.

Mientras contemplo a un ejército de botes de crema –que deconstruyen la cara en un cúmulo de especialidades; de la piel frontal a la de las mejillas y, evidentemente, la más puñetera de todas; la de las bolsas oculares– recuerdo al filósofo Lévinas, un pensador obsesionado con el concepto de rostro, y también la famosa cita de Guide que siempre repetía Josep Pla, según la cual la profundidad de las cosas se encuentra habitualmente en la superficie del mundo: “la verdad está en la piel”. Me violenta profundamente estar recitando a dos autores gabachos, porque la mayoría son tremendamente cursis y los detesto con gran entusiasmo, pero aquí no tengo más remedio. Lévinas decía que el rostro humano es aquel ente que nos es imposible capturar en una imagen. Lo resume muy bien Blanca Lum Vidal en su importante Llegir Petit, publicado en Arcàdia: “en el rostro hay una negativa a ser contenido”, porque “su alteridad no es relativa, es absoluta”.

La manía de castrarse la cara en una fotografía perfecta de tantas chicas jóvenes –es decir, de alejarla violentamente del paso del tiempo y de la beatitud de una arruga o de la bella sexualidad de una cicatriz– es uno de los hábitos pavorosos de nuestro tiempo. Entiendo la cita de Guide en un sentido mediterráneo, que es como la acogía Pla: a menudo la verdad está muy lejos de la pedantería filosófica y le gusta esconderse en lo más trivial. Pero si atiendo literalmente a la cita, y me voy repitiendo compulsivamente que nuestra verdad está en la piel (o en esa obsesión enfermiza por convertirla en el culito de un bebé), no puedo dejar de angustiarme por cómo estamos enloqueciendo a la velocidad de un bólido. Lo que explico no es una preocupación metafísica: muchos países del nord enllà –donde la gente quizás está menos alocada que en estos lares– ya han prohibido vender productos de skincare a adolescentes menores de quince años.

Decid a los adolescentes que una cara demasiado bella o perversamente eterna, aparte de falsa, es repulsivamente fea

Hacen bien y deben ser conscientes de lo dramático del tema, porque debemos recordar a nuestros niños (y especialmente a las mujeres, mucho más estresadas por el panóptico de la presión estética) que la sinfonía de la vida consiste en varios movimientos y que – al final, y gracias al dios Cronos– la cosa termina en una cadencia auténtica, bombo y platillos, y la piel arrugada como la de una pasa. Por fortuna, servidor no tiene niños, pero me asusto de la cantidad enorme de luchas culturales que deben asumir los progenitores del mundo: antes bastaba con decir “nano, haz el favor de no volver tarde a casa y si follas ponte condón”, pero ahora hay que advertir a los chavales incluso de la necesidad de no aplicarse crema contra el envejecimiento cuando tienen el rostro casi cristalino de una Madonna románica. Realmente, el manual de uso de la paternidad debería incluir una beca gubernamental o un tractor para poder trajinarlo mejor por el mundo.

Les doy un consejo, quizá demasiado filosófico: decid a los adolescentes que una cara demasiado bella o perversamente eterna, aparte de falsa, es repulsivamente fea. Recordadles que su cara no puede cosificarse, porque cuando se convierta en una imagen fija será la viva instantánea de un muerto. Repetidles, finalmente, que una de las grandes ventajas de la vida es hacerse mayor, envejecer, y que exista algún día en que el rostro se nos apague para siempre. Huyo apresuradamente del templo del skincare, que esto de las religiones siempre me ha dado mucha pereza. En la calle, por fortuna, hay rostros normales, infotografiables, que hoy serán algo más parecidos a los altiplanos de un papiro.