Sábado, 11 de la mañana. Hemos quedado en La Rambla, a la altura del mosaico que Joan Miró ideó, hace más de cuarenta años, para dar la bienvenida a los viajeros que llegan a la ciudad por mar. Miró también es el autor del gran mural que decora la fachada de la terminal dos del aeropuerto y que recibe a los turistas que vienen en avión. Estaba previsto, también, que una obra del propio Miró acogiera los visitantes que entran por la Diagonal, pero finalmente no se hizo. Era la escultura Dona, ocell i una estrella e iba a hacer sesenta metros de altura. Quien tenga interés, puede ver su maqueta en la Fundació Miró.
Desde el inicio de la pandemia prácticamente no llegan turistas a Barcelona. Ni por mar, ni por tierra ni por aire. Por lo tanto, el mosaico de Miró hace tiempo que no tiene a quién dar la bienvenida y, en consecuencia, los guías turísticos tampoco a quien enseñar los principales atractivos de la ciudad.
Personalmente, cuando viajo, no soy nada aficionado a hacer visitas guiadas. Siempre me ha gustado más ir a mi aire y documentarme por mi cuenta. En parte porque, cuando he tenido que escuchar las explicaciones de un guía turístico, me ha dado la sensación de que pierden el tiempo con tonterías. Por ejemplo, no soporto la obsesión que tienen algunos de ellos por las cifras récord: que si esta iglesia tiene la tercera campana más grande del mundo, que si para hacer este cañón se tuvieron que fundir no sé cuantos cientos de espadas… ¡Me importa un bledo, hombre! También me ponen negro cuando hablan de la Venecia de Asia, la Capilla Sixtina de los Andes o el Hollywood de la India… Lo que más rabia me da, sin embargo, es cuando te empujan a arrojar una moneda de espaldas a la fuente con el pretexto de atraer la buena suerte o a frotar determinada parte anatómica de una estatua con la esperanza de garantizarte la buena salud. Y, venga, todo el rebaño de turistas haciendo el número, con la foto correspondiente para que no se nos olvide.
No soporto la obsesión que tienen algunos guías turísticos por las cifras récord: que si esta iglesia tiene la tercera campana más grande del mundo, que si para hacer este cañón se tuvieron que fundir no sé cuantos cientos de espadas… ¡Me importa un bledo, hombre!
Seguramente que estos pobres guías lo único que pretenden es hacer una explicación amena y accesible que pueda gustar a una audiencia heterogénea que a menudo está más pendiente de hacerse una buena foto que de entender qué es lo que está viendo. Por otra parte, junto a los guías de medio pelo hay otros que están preparadísimos y que pueden convertir un paseo por cualquier ciudad en una auténtica clase de historia, arte, cultura, arquitectura, urbanismo o antropología. Profesionales que nos ayudan a entender el porqué de las cosas, que saben leer la historia escrita en las piedras y, con sus narraciones entretenidas pero rigurosas, nos hacen viajar en el tiempo.
Os invito a mirar Barcelona con los ojos del viajero y, para hacerlo, os recomiendo que lo hagáis acompañados por un guía turístico. Basta con que os juntéis cuatro o cinco amigos y contratéis sus servicios.
Esta semana, os quiero recomendar que hagáis una ruta guiada por Barcelona. Haced el turista. Dejaros llevar por unas calles que, aunque tal vez habéis pisado mil veces, parecerá que cruzáis por primera vez. Yo lo hice el pasado sábado y me sorprendí descubriendo fachadas y rincones del Gótico nuevos para mí porque, a pesar de haber pasado por delante a menudo, me lo miraba todo de otra manera.
La mirada del viajero es una mirada curiosa, juguetona, voluptuosa. Una mirada muy diferente de la del ciudadano corriente. Os invito a mirar Barcelona con los ojos del viajero y, para hacerlo, os recomiendo que lo hagáis acompañados por un guía turístico. Basta con que os juntéis cuatro o cinco amigos y contratéis sus servicios. Pasaréis un rato entretenido por unas calles excepcionalmente tranquilas y, al mismo tiempo, daréis un poco de negocio a unos profesionales que hace meses que las pasan canutas.