A Sant Andreu merece la pena llegar a través de Bon Pastor, un antiguo paraje de terrenos antes propiedad de familias burguesas que vendieron sus respectivas decenas de hectáreas que rodean el Besòs para pagar las clases de ballet a los niños. A Barcelona también hay que mirarla desde este parque fluvial con vistas a Santaco y, más a lo lejos, a Sant Adrià, un lugar donde ahora sólo hay fábricas y polígonos, el mercado del barrio es un Lidl de soberana fealdad, y en que la fisonomía del lugar obliga a la gente a vivir encerrada en casa, a perpetrar el running a orillas del río maloliente o a ver películas malas en La Maquinista. Algún cráneo privilegiado podría dar una nueva vida a las casas de aire marítimo del Carrer de Arbeca y abrir el horizonte del barrio a una ribera fluvial donde un urbanista neoyorquino ya habría inventado un puñado de triquiñuelas para hipsters. Pero la inteligencia va escasa en la ciudad y de vivir alejados del mar ahora hemos pasado a dar la espalda a nuestros ríos.
La nulidad del Bon Pastor es uno de esos huecos urbanos que habla por sí solo. Avanzando por el Paseo de L’Havana hacia el Parque de la Maquinista contemplo unos edificios nada empobrecidos, que podrían confundirse perfectamente con los pisos uniformizados de la Vil·la Olímpica, pero situados en un barrio donde, literalmente, parece que no puede hacerse nada de nada. Las apariencias engañan cuando topamos con el ladrillazo de la Biblioteca Ignasi Iglesias-Can Fabra, situada cerca de la antigua fábrica de hilos Coats y gestionada por la Diputació (cuando las instituciones hacen algo que vale la pena hay que decirlo sin rodeos y la red de bibliotecas de la Dipu es altamente responsable que en muchos barrios de la ciudad la gente de clase obrera haya podido cometer la temeridad de abrir un libro o, simplemente, de estudiar calentito). Para los enfermos del cómic, la institución dispone de la colección de ejemplares más importante de todas las biblios de Barcelona.
En el piso de arriba de la Ignasi Iglésias me encuentro un buen amigo escritor que busca (y encuentra) un tochaco de novela de mil páginas, lo que, en un día de mediados de agosto, es un acto contracultural que me hace ganar algo de esperanza en este presente atroz en el que vivimos. Con él comentamos que la Fabra i Coats, que está justo al lado y los cursis llaman “fábrica de creación”, es hoy por hoy una de las infraestructuras de programación y agitación cultural más atractivas de la ciudad (que la cultura nazca y se disfrute a los márgenes de los grandes tótems museísticos de Barcelona debería hacer reflexionar a nuestros agentes culturales, by the way). Hace poco paseábamos entre enclaves sórdidos y ahora estamos en una biblioteca pública hablando de Kurt Vonnegut, de las residencias artísticas de la escuela Massana y del festival Mixtur de música contemporánea, todo ello en el interior de una fábrica restaurada original de 1903. Ciertamente, todavía hay esperanza.
Creía estar en medio de la nada (y es cierto que existe una incomunicación endémica entre la gente que vive en Bon Pastor y las entidades que ahora os comentaba) pero como buen catalán respiro cuando veo una iglesia, la de Sant Andreu de Palomar, un templo urdido con torpeza —o con la suficiente fealdad como para haber sobrevivido a la mala leche de Al-Mansur, a las bullangas que llevaron a la guerra de los Segadors y a las ganas de quemar altares de los anarquistas durante las bofetadas de la Semana Trágica—, de una alfarería de cerámica pobre, preludio de la tranquila y bella Plaza de Orfila. Los chabacanos dirían que esta es una plaza que tiene el encanto de un pueblo, pero ya sabéis que este vuestro apunyalador tiene ataques de bilis cuando se equipara necesariamente la paz al amor por lo agrario de nuestra tribu. Éste es un enclave netamente barcelonés, faltaría más.
Los chabacanos dirían que esta es una plaza que tiene el encanto de un pueblo, pero ya sabéis que este vuestro apunyalador tiene ataques de bilis cuando se equipara necesariamente la paz al amor por lo agrario
Es una lástima que la mayoría de conciudadanos no muevan las nalgas de su propio barrio, porque distraerse una mañana de canícula como ésta por la calle Gran de Sant Andreu, una de las vías centrales de barrio donde el pequeño comercio servido en lengua catalana todavía resiste las embestidas del enemigo, resulta una auténtica delicia. Los indígenas del barrio pasean desde el bar Versalles en dirección Fabra y Puig, y es la paulatina degradación de la calle quien acaba obligándote a cambiar de ruta (nota para restauradores con ganas de arriesgar: Sant Andreu pide a gritos un restaurante como dios manda que supere la pandemia de bares que lo pueblan sin alma ni gracia alguna; cocineros de la ciudad, haced el favor de montar algo que valga la pena y os lo compensaremos). Del downtown barrial vale la pena escapar hasta la calle Pons i Gallarza, llena de fachadas coloreadas, donde se esconde La Tribu, una librería para la gente a la que nos gusta leer.
Dando la vuelta por la calle de Vintró, llegaréis a la antigua plaza del Mercat, uno de los centros del barrio que ha quedado desgraciadamente adormilado a causa de unas obras de remodelación que acumulan más deadlines y atrasos que las hojas de ruta soberanistas; el último juramento municipal fue acabarlas en marzo de 2021, y tiro porque me toca. Es una auténtica lástima, porque las tiendecillas de los comerciantes que trufan este cuadrado natural de aire italianizante (recuerdo con cariño, si la neurona no me falla, la tienda de bacalaos Perelló y la frutería Tugas) son una verdadera maravilla. Del mercado podemos continuar paseando hasta la calle Grau, que es uno de mis rincones favoritos de Barcelona, una manzana que fue parida para acoger el mar y que posee algunos jardines abarrocados de espíritu kitsch, entre los que hay una Catalunya en miniatura muy curiosa que si vierais en Berlín os pillaría un ataque de Instagram.
Saliendo de este último paraje, delante de la calle de San Hipòlit, me sorprende una pequeña biblioteca en miniatura en forma de jaula de pájaro coronada por un cartel donde los anarquistas del barrio han escrito una frase atribuida a Montserrat Roig: “La cultura es la opción política más revolucionaria a largo plazo”. En otro contexto, lo naif de la sentencia de nuestra cronista quizá me hubiera hecho sonreír. Pero tras esta ruta de la aparente oquedad del Bon Pastor hacia el hermoso corazón de Sant Andreu diría que sí, que con una biblioteca puede que no se haga la revolución, pero uno puede vivir encuentros que le hacen superar sus prejuicios.