Va un poco a temporadas, pero muy de vez en cuando, cuando entro en Twitter, tengo la tentación de empezar a criticar a todo el mundo. Y cuando digo criticar a todo el mundo, evidentemente, no me refiero a manifestar de forma serena y educada mis discrepancias con el resto de tuiteros, sino a atacar, a caer en el insulto hiriente y en la descalificación personal. Cualquier motivo es bueno para alimentar a la bestia.
Me pasa, por ejemplo, cuando leo comentarios de esos opinadores que tienen el culo alquilado y se les nota a leguas. También cuando encadeno varios tuits ñoños de padres y madres que sienten la necesidad de compartir con el resto de la Humanidad que tienen unos hijos ingeniosos y muy listos para su edad. E incluso la enésima vez que aquella internauta tan leída, pero que se ve que no debe saber manejar Google, lanza un grito desesperado de ayuda a sus seguidores: ¿Alguien me puede aconsejar como puedo sacar una mancha de mermelada de ciruela de una camisa?
Yo la llamo la tentación hater. Porque, ciertamente, después de leer determinados tuits hay días que lo que me pide el cuerpo es mambo. Y, entonces, ¿cómo es que no formo parte del amplio colectivo de haters que cada día encizañan Twitter y envenenan sus las conversaciones?
Yo la llamo la tentación hater. Porque, ciertamente, después de leer determinados tuits hay días que lo que me pide el cuerpo es mambo.
A mí, lo que me funciona para no caer en la tentación hater es ponerme en la piel del otro. La empatía. Pensar que el opinador pelota también tiene que pagar la hipoteca y llenar la nevera. Que los progenitores que corren a contar en Twitter las ocurrencias graciosas de sus hijos no son peores que aquellos padres que, en los 90, grababan con la videocámara las caídas tontas de sus niños y enviaban la cinta a Vídeos de Primera para ganar cuatro duros. O imaginarme que la internauta que se ha manchado la camisa de mermelada de ciruela debe estar más sola que la una y que, aunque parezca que pide consejo para limpiar esa prenda, en el fondo, lo que reclama solamente es un poco de atención.
Los progenitores que corren a contar en Twitter las ocurrencias graciosas de sus hijos no son peores que aquellos padres que, en los 90, grababan con la videocámara las caídas tontas de sus niños y enviaban la cinta a Vídeos de Primera para ganar cuatro duros
Cuando lo enfoco de esta manera, la tentación hater se disuelve como un azucarillo en una taza de café y me convierto en una mezcla de Mr. Wonderful y Amma, aquella gurú india que va por el mundo abrazando a todo el mundo. O sea que comienzo a dar likes compulsivamente. Like a los tuits del opinador, por mucho que sean un triste ejercicio de vasallaje. Like a todas las monerías que hacen los hijos de los tuiteros. ¡Like a la internauta que ahora pide consejo para tender la camisa que había manchado de mermelada de ciruela!
¿Y sabéis qué? Pues que, repartiendo likes por la red y por el mundo en general, se vive muy bien. La vida ya es bastante hater, a veces. ¡Feliz verano, barceloneses!