Nadie debería ir a un concierto con miedo. Ni a una discoteca gay. Ni a un centro comercial. Ni subirse a un tren o pasearse por la Rambla con temor. Ninguno de nosotros debería perder ni una décima de segundo de su vida en pensar que, haciendo alguna de estas actividades, corre el riesgo de ser víctima de un atentado terrorista.
Nadie debería morir por haber salido a bailar o a tomar un helado por el centro de una gran ciudad.
De hecho, generalmente no pensamos en ello para nada. No tenemos presente en nuestro día a día que el yihadismo odia la ciudad y todo lo que representa. Sin embargo, un día nos despertamos con las imágenes del ataque salvajemente perpetrado contra la moscovita sala de conciertos Crocus City Hall y, de repente, somos conscientes de que podría tocarnos a nosotros.
No es la primera vez que Estado Islámico ataca una gran sala de conciertos. En noviembre de 2015, en París, los terroristas del ISIS ya atentaron contra el teatro Bataclan. En junio del 2016, en Estados Unidos, un lobo solitario provocó una masacre en la discoteca gay Pulse de Orlando. Y, en mayo del 2017, un atentado suicida también provocó un baño de sangre en el Manchester Arena de Inglaterra, durante un concierto de Ariana Grande.
Tres meses después de esta última acción, el 17 de agosto de 2017, el terrorismo golpeó el centro de Barcelona. Desde entonces, paseamos entre pilonas, cubos de hormigón y grandes jardineras que teóricamente nos protegen frente a nuevos atropellos masivos. Si hubieran podido, los terroristas del 17-A también habrían atentado contra la Sagrada Família, por ello, desde entonces, sus alrededores están cortados al tráfico y, para entrar al templo, hay que pasar por una serie de escáneres y detectores de metales.
Desde hace unos días, a raíz del aumento del riesgo yihadista, los Mossos d’Esquadra, coincidiendo con la llegada de la Semana Santa, también han reforzado el patrullaje preventivo y la vigilancia activa en la misma Sagrada Familia, así como en los alrededores de la Catedral de Barcelona y la iglesia de Santa Maria del Mar.
Desde el atentando en la Rambla, paseamos entre pilonas, cubos de hormigón y grandes jardineras que teóricamente nos protegen frente a nuevos atropellos masivos
Precisamente, podemos permitirnos no pensar que la amenaza terrorista, porque ellos, los responsables de la seguridad interior, sí que lo hacen. Es bueno ser conscientes de ello. El año pasado, en el conjunto del Estado, se detuvieron 78 personas por yihadismo. Se trata de la cifra más elevada de arrestos de este tipo desde 2005, tras los ataques del 20-M. Francia, a cuatro meses de celebrar unos Juegos Olímpicos en su capital, acaba de desplegar a cuatro mil soldados en los puntos más sensibles de la república. Pero lo cierto es que la mayor parte de los países europeos mantiene desde hace años un elevado nivel de alerta antiterrorista.
Uno de los objetivos del yihadismo y, de hecho, de cualquier organización terrorista, es condicionar el comportamiento de la sociedad civil. Llevan el terror al corazón de grandes ciudades como la nuestra para combatir los valores que la definen: la libertad, la diversidad, la cultura, la vitalidad. Porque es evidente que los atentados contra espacios tan icónicos como la Rambla barcelonesa, más allá del coste en vidas, tienen una importante dimensión simbólica. Son un atentado contra la ética urbana.
El día que dejemos de salir a bailar, de llenar los grandes equipamientos culturales de la ciudad o descolguemos la bandera del Arco Iris de nuestro balcón, ellos habrán ganado.