Copa del América
El equipo italiano, el Luna Rossa Prada Pirelli, entrenando en el mar de Barcelona. © America's Cup

¿Qué es la Copa del América?

Aún no sabemos si la competición será un fasto más de nuestra 'Barcelona-events' o una orgía deportiva que deje poso en la ciudad

Como la mayoría de los barceloneses —y de ciudadanos del mundo en general—, servidor no tiene ni folla de qué es la Copa del América. De hecho, quién sabe si como la mayoría de los barceloneses —y de ciudadanos del mundo en general— descubrí esta megacompetición velera realizando submarinismo de vagos en Netflix y disfrutando como un adolescente del documental Untold: The Race of the Century, un maravilloso filme de Chapman Way sobre la histórica usurpación de este trofeo (ancestralmente depositado en las cámaras del New York Yacht Club) por obra y gracia de la tripulación de Australia II. Como la mayoría de los barceloneses —y de ciudadanos del mundo en general— he sabido que lo de la Copa del América es un evento la mar de importante (y perdonen la broma fácil), de ese tipo de fastos deportivos que hacen realidad el concepto “el món ens mira” y que, a su vez, debemos aplaudirlo fervorosamente, pues conlleva la tira y media de pernoctaciones hoteleras y de visitantes dispuestos a gastar calerons.

Como la mayoría de los convecinos de mi ciudad —y en especial, de los barrios más afectados por la carrera en cuestión, como la Barceloneta— he tenido la osadía de pensar que esto de la Copa del América no es más que una agrupación de multimillonarios pijos haciendo alegremente el primo con unos veleros igual de tecnificados que un bólido de Fórmula 1. La tentación es fuerte si uno se fija sólo en el entourage de este evento, lleno de gente con pulseras africanas en la muñeca y una dosis de influencers (inclinación de caderas, morritos en posición de besar, freshness and super energy in the city) inaudita por metro cuadrado. Pero todos estos prejuicios los he oído citados casi iguales cuando se habla del deporte que practico desde hace casi treinta años (el nobilísimo arte de la esgrima) y, por lo tanto, tiendo a desconfiar de las descalificaciones que tienen demasiado tufo de resentimiento social, todavía más si la peña se las guarda cuando habla de deportes como el fútbol, ​​que mueven muchas más toneladas de pasta.

Mis amigos de la cosa velera —tengo muchos y de toda condición social— me dicen que acoger un evento así resulta magnífico para los fanáticos del deporte y que también tiene un efecto importante a la hora de generar nuevos aficionados. En este sentido, la mayoría de los clubes catalanes de vela (y no son pocos ni deportivamente irrelevantes) viven encantados con el aterrizaje de la Copa del América en la ciudad; de hecho, si es necesario hacer alguna enmienda, a los fans de la velería en general les pesa que el Ayuntamiento haya realizado una promoción mucho más turístico-económica de la competición que estrictamente deportiva. Resulta normal que muchos conciudadanos critiquen las incomodidades que puede generar un espectáculo como éste (diría, sin embargo, que los vecinos de la Barceloneta protestan mucho más por cómo está el barrio que por el fasto en sí mismo…), pero también es necesario decir que las molestias ocasionadas parecen escasas y que tenemos demasiada gente que ha convertido el agravio en una profesión.

Por otra parte, también resulta indiscutible poner de manifiesto que la ciudad ha entrado en una política de events internacionales que —más allá de dejar un poso importante en Barcelona y para los barceloneses— nos acercan peligrosamente a modelos como el valenciano. Con demasiada frecuencia, abrazamos la Copa del América o un Gran Premio de Fórmula 1 con la cancioncilla de “lo que se deja en Barcelona” mientras que olvidamos (¡sí, voy a invocar la nostalgia olímpica!) qué es lo que Barcelona y sólo Barcelona puede ofrecer al mundo. Yo entiendo a la perfección que abrirse al mundo debe pasar por fortificar la propia identidad. En este sentido e insisto, diría que el enfado de los vecinos no brota de la Copa del América, sino del choque que se produce al ver una ciudad que se vende al mundo como un bombón pero que cada día es más incómoda, agresiva y cara para sus indígenas. Este enfado no me parece artificioso y diría que la administración no lo atiende con suficiente esmero.

Dicho esto, por muy aburrido que nos parezca el rollo en cuestión de la vela, bajaremos a la Barceloneta para ver a lo lejos esos peazobarcos que parecen arañas gigantes de un cómic, y diría que —cuando llegue octubre— continuaremos sin saber realmente de qué va la Copa del América. Los habitantes de los barrios contiguos rezaremos, al menos, para que la afición velera del planeta sea algo más educada (y poco ruidosa) que la futbolera y la deportiva en general.

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