Cogerse de la mano por la calle

Hace días que me fijo en una cosa: se ven pocas personas cogidas de la mano por las calles de Barcelona. Quizás sea porque el calor de esta época nos hace sudar las manos y no apetece o porque como, de un tiempo a esta parte, necesitamos llevar siempre el móvil en la mano —en cualquier momento tenemos que responder un whatsapp, hacernos una selfie o escribir un tuit—, no damos abasto.

Pero, bien pensado, puede que no tenga nada que ver con el tiempo ni con la tecnología esto de no cogernos de la mano por la calle, sino que sea un rasgo distintivo de nuestra manera de ser como pueblo. O sea, que los catalanes seamos más fríos y distantes que los ciudadanos de otras latitudes, más dados al contacto físico —pienso, por ejemplo, en la India donde es muy frecuente ver parejas de amigos paseando fraternalmente cogidos de la mano—. Yo mismo soy más bien hosco y rehúyo las grandes efusiones.

Pero, ¿por qué nos cogernos de la mano cuando vamos por la calle? Imagino que por diversas razones que van en función del tipo de persona y de la naturaleza del vínculo que se comparte. Se me ocurre que la más evidente es la de proteger a los vulnerables. Pienso, evidentemente, en los niños: “Miguel, dame la mano para cruzar la calle”, “Ester no me sueltes la mano que hay mucha gente y te podrías perder”. Coger de la mano a los niños también es una manera de tenerlos controlados —“¡Te he dicho que no corras, haz el favor de venir aquí y darme la mano!”— por esta razón, cuando crecen y necesitan afianzar su independencia, se niegan a coger la mano de sus progenitores, como si al hacerlo les pudiera dar un calambre. Generalmente, padres e hijos no vuelven a cogerse de la mano cuando van por la calle hasta que los primeros se hacen viejos y, por lo tanto, vulnerables.

¿Y en el caso concreto de las parejas? Creo que este acto de darse la mano por la calle tiene que ver con el afecto, evidentemente, pero también con la voluntad de mostrarse con orgullo como pareja ante los ojos de todos. De no querer circunscribir en el ámbito doméstico o privado el amor que dos personas se profesan, como si fuera algo clandestino, tal como están condenadas a hacer las parejas en sociedades de moral muy cerrada, particularmente la islámica, donde las muestras de afecto en público no sólo están mal vistas, sino que son perseguidas y severamente castigadas.

Desengañémonos, todavía no ha llegado el día en que una pareja de hombres o mujeres vaya por la calle de la mano con la misma tranquilidad que una las heterosexuales

En el caso de las parejas LGBT —quizás no en todas, pero sí en una buena parte—, creo que en eso de ir por la calle de la mano también hay un componente de reivindicación o militancia. De valentía. Desengañémonos, todavía no ha llegado el día en que una pareja de hombres o mujeres vaya por la calle de la mano con la misma tranquilidad que las heterosexuales. Tampoco en Barcelona.

Yo mismo, me doy cuenta que las pocas veces que voy por las calles de la ciudad de la mano de mi pareja no lo hago de forma despreocupada, sino que siempre me mantengo alerta. Es una cuestión instintiva, supongo que porque no me acabo de sentir seguro del todo. A menudo me cruzo con otras parejas de gais o lesbianas y me fijo que se cogen muy fuerte de la mano y pienso que lo hacen para darse fuerza ante las miradas y comentarios que puedan recibir. Cuando se trata de parejas de chicos o de chicas muy jóvenes siento una imperiosa necesidad de protegerlos. ¿De protegerlos de qué o de quién?, pensaréis. Pues de toda esta mala gente que todavía hay por las calles de nuestras ciudades y pueblos dispuesta a hacernos daño.

He pensado mucho en ello estos días, a raíz del asesinato de Samuel Luiz en A Coruña y del goteo de ataques homófobos que hemos vivido también en Catalunya. Si no nos cogemos de la mano por la calle que sea porque hace calor, porque queremos tener siempre el móvil a mano o porque no nos gusta, pero no porque nos de miedo.