Por mucho que uno espere encontrar en el director general del Liceu un perfil de management y corbata rigurosa (porque el Liceu aún conserva ese barniz de la opulencia de otros tiempos, y con razón), cuando te sientas a conversar con Valentí Oviedo, enseguida te das cuenta de que en él no hay postureo, pero sí pasión. De la que no se muestra en un currículum, pero que se filtra en cada una de sus respuestas. Y que, dicho claro, se contagia.
Oviedo no es solo el señor que lleva las llaves del Liceu (que también), sino, sobre todo, el administrador de una casa “de voces”. No solo porque así la define él, sino porque lo vive. “El Liceu es una institución de voces”, suelta en una nueva sesión del ciclo Moments Estel·lars sobre el Liceu. Y uno no puede evitar pensar que habla también en plural y con mayúsculas. Voces que cantan, que narran, que piensan. Voces que suman.
Y es que él no habla del Liceu como de un teatro, sino como de un relato que nos explica como país. Con una capacidad nada disimulada para crear complicidades (con administraciones, empresas, artistas o público), Oviedo sabe que, para hacer sonar bien este proyecto, cada cual debe encontrar en él su pedazo de melodía. Y él, eso, lo sabe vender. Pero no vender como quien coloca un producto: vender como quien sabe conectar entusiasmos.
Sabe mucho de marketing, pero del bueno: el que no hace ruido, sino resonancia. El que no deslumbra con siglas, sino con sentido. Y eso, aplicado al Liceu, es orquestación pura.
Cuando te despides de él, con esa sensación de haber hablado más con un apóstol de la lírica que con un ejecutivo, piensas que quizás sí, que quizás el Liceu no es solo un gran teatro. Quizás es una gran voz. O muchas. Y ahora, también, una mirada que sabe adónde va.