El dilema Sagrada Familia

Éste no es mi enésimo artículo defendiendo la necesidad de acabar la Sagrada Familia, como ya suscribe todo el mundo con un poco de criterio, sino poniendo los peros y las contradicciones que me provoca el templo. Sí, siempre he creído (y todavía creo) que pretender detener las obras es el equivalente a encallarnos en el tiempo, desobedecer el deseo de Gaudí y demostrar que no sabemos ir a ninguna parte sin la atenta vigilancia del Gran Arquitecto del Universo. Estoy a favor de que se acabe y estoy a favor de que intervengan artistas contemporáneos, como parece que hará Miquel Barceló en la fachada de la Glòria (si sucede, el resultado será glorificador), y como hizo Subirachs en la de la Pasión a pesar de que su resultado no sea precisamente apasionante.

Aunque estaré siempre a favor, hace pocos días me la miraba con las nuevas incorporaciones aladas (San León y San Toro evangelistas) y, mientras me gustaba que se continuara, sentía también un pinchazo en el corazón que me decía ojalá tarde en terminarse. Continuar me parece un deber, una obligación moral, una decisión incontrovertible. Pero terminar, esto de terminar, ahora que lo veo tan cerca, empieza a parecerme algo cercano al pecado. No es esa la actitud que más me gusta. Caminar y construir me parece un must, pero terminar es una sensación que sólo me provoca nostalgia. Como si, sobre la gran torre central prevista para el 2026, tuviera que figurar con letras gaudinianas y grandes: “¿I ara què?”.

Evidentemente que todavía faltarán cosas: la citada fachada de la Gloria va para largo, así como el derribo del edificio de Núñez y Navarro en la calle Mallorca que debe ser no sólo derribado sino dirigido hacia el infierno, la escalinata principal, la nueva distribución de los espacios, los interiores, el nuevo museo… Incluso creo que esta zona debería ser objeto de algo parecido a una Supermanzana, mucho más que el estropicio que están haciendo en Consell de Cent, ya que precisamente Gaudí previó para las inmediaciones del templo la disposición de una zona ajardinada y bien ancha, en forma de estrella, que no debería costar tanto ir planeando de forma simultánea a las últimas fases del templo. Hay trabajo todavía, sí, pero ahora que veo las torres centrales tan arriba no puedo evitar ponerme un poco nostálgico y añorar el skyline de siempre. Un skyline que no era sólo gaudinianamente bello, sino que además decía al visitante “aquí estamos en obras. Aquí no estamos terminados. Aquí no nos detenemos, nuestro estado es de un work in progress premanente y esto nos hace también singulares”. Como si también fuéramos la ciudad del mono blanco, del huevo que baila o de las tiendas de Caganer.com.

La observas y te das cuenta de que ahora va en serio, que ya ocupa casi todo su volumen en altura, y que se trataba de hacer un gran templo y no una postal romántica. Una obra y no unas obras. Te das cuenta de que un día la fiesta se acabará, como si los niños se marcharan de casa o como si cerrases un gran proyecto, y te preguntas si te sentirás bien con el vacío que provoca la nueva página en blanco o con esta depresión post-parto. Han sido muchos años, creías que la tenías controlada e incluso disfrutabas observando cómo incorporaba piezas nuevas, incluso si no estabas convencido de esa intervención aquí o de esa figura allí. Mientras no se terminaba, había vida. Y, sin embargo, no hay más decisión acertada que terminarla, como no hay otra decisión acertada que acabar los procesos nacionales o las buenas ideas. Lo único que ocurre es que esta buena noticia, porque será una magnífica noticia que el templo se acabe, en el fondo querrá decir que difícilmente sabremos hacer nada mejor. Creo que esto es lo que me ocurre. Que las obras prometían, y que las promesas deben cumplirse. Pero que no hay nada más triste que quedarte sin promesas.