Cena de Navidad
Los presentes en la mesa de Navidad concluyen que 2025 será peor que 2024. © Pixabay
LA PUNYALADA

2024

Todo el mundo parece estar de acuerdo en que 2025 será un año peor que el presente

La sociología que surge de la mesa de Navidad ha convenido, mediante un espíritu científico implacable, que 2025 será peor que el año actual. El cuñado, que digiere por igual la carn d’olla y la geopolítica, nos ha advertido de que el limitadísimo cerebro humano y nuestras manos indefensas ya no servirán prácticamente para nada, pues la inteligencia artificial (todavía lo escribo en minúscula, quién sabe si por antropocentrismo) podrá vomitar novelas en media hora.

El familiar en cuestión parece preocupadísimo por el asunto, aunque nunca haya escrito una sola novela y, de hecho, tampoco haya leído nada de nada (por este motivo, en casa se ha convertido en tradición garantizarle unos calcetines como regalo, algo que siempre acoge con una resignada alegría). La gran sustitución, procede mientras corto turrón, no será la de los autóctonos por los foráneos, sino la de “esa gran máquina que nos irá matando poco a poco.”

Los primos, más jovencitos, parecen poco impresionados por la catástrofe tecnológica. Su vida es tan aburrida que ya les va bien contar con un algoritmo omnipresente que consiga entretenerles un poco (y les joda todavía más el cerebro) a base de una retahíla sin fin de vídeos sobre fitness y ninfas japonesas que comparten cursos de maquillaje. A ellos les asusta más lo de la omnipresencia de la guerra. Aunque todavía no hayan podido estudiar historia o política, tienen la certeza de que Vladimir Putin se encuentra cerca de Europa y que cualquier día, es un decir, irrumpirá en la playa de Tamariu comandando su portaaviones particular. El tema asusta de cojones. Los chavales me informan de que el dictador ruso ya ha hablado con Trump y, a cambio de acabar con la guerra, el monarca en cuestión ha exigido quedarse un par de trocitos de la desdichada Ucrania. A Gaza dicen que nadie la quiere, porque allí no hay nada de valor.

Cuando miro el Eixample se me pasan todos los males y agradezco infinitamente a mi ídolo Cerdà que nos construyera esa cuadrícula tan moderna y utópica donde la mayoría de problemas del mundo parecen nimiedades

Las perspectivas son tan fatalistas que, en la segunda ronda de turrón, servidor se larga al balcón que da a la Rambla de Catalunya para cascarse un buen puro. Ahora que vivo en los bajos fondos de Barcelona, ​​disfruto de lo lindo mirando hacia mi calle, majestuosa como siempre, y que tintada de la luz invernal del atardecer parece el muslo de una reina mora perpetrando una siesta. Cuando miro el Eixample se me pasan todos los males y agradezco infinitamente a mi ídolo Cerdà que nos construyera esa cuadrícula tan moderna y utópica donde la mayoría de problemas del mundo parecen nimiedades. A lo lejos todavía oigo ecos de la mesa de Navidad, donde el cónclave de expertos en fútbol ha determinado que esta temporada “podemos no ganar nada, pero Flick nos ha devuelto una ilusión inaudita desde hace años.” Estamos en Catalunya, cierto es, un país en el que pesa mucho más la esperanza que la plata de un trofeo.

¿Este 2025 será peor? Sinceramente, ni folla. El cuñado ahora descansa y papis rebaten su fiebre distópica afirmando que la mayoría de épocas —a nivel planetario— son más o menos una puta mierda… pero que en este pequeño rincón de mundo, al final, siempre acabamos tirando y viviendo de coña. Los más jovencitos responden que eso lo dirás tú, porque a ellos —a pesar de la cantidad ingente de licenciaturas que coleccionan— les tocará vivir compartiendo piso hasta los cuarenta y con una precariedad laboral tercermundista.

A mí me gustaría vivir otro año previsible y con alguna sacudida existencial de mínimos, algo así como las sobremesas familiares

Es entonces, como ocurre anualmente, cuando cada generación quiere monopolizar la miseria; tú no tienes piso, pero nosotros no teníamos hospitales; vosotros tuvisteis piso, pero nosotros pasamos hambre. Mientras todo el mundo hace honor al sufrimiento de Cristo en su cumpleaños, yo acabo mi puro, pensando que no sé si he vivido bien o mal, pero seguro de ser feliz humeando el cielo.

Cuando van pasando los años, uno se convierte en previsible. A mí me gustaría vivir otro año previsible y con alguna sacudida existencial de mínimos, algo así como las sobremesas familiares. Espero poder seguir respirando, con una angustia más amainada si puede ser, y que la letra siga brotando de mis manos con cierta música. Mientras la leáis, habrá vida. Y será mejor.