Barcelona es muchas cosas. También una marca. O sea, una ciudad-marca. No sé cuándo fue, pero, en algún momento, los gurús de la publicidad y el márketing decidieron aplicar a las ciudades la fórmula que tan buen resultado daba con la Coca-Cola. Es decir, tratarlas como si fueran un producto con unos atributos tangibles e intangibles que fuera necesario posicionar en el mercado y diferenciar de la competencia. No hace falta que diga con qué objetivo, ¿verdad?: vender. El city branding o place branding trata de esto y, en el caso de Barcelona, ha sido un rotundo éxito. Desde esa gran campaña de lanzamiento que resultaron ser los Juegos Olímpicos del 92, Barcelona se ha convertido en un objeto de deseo para millones de personas de todo el planeta: buen clima, gastronomía fantástica, ciudadanía abierta y acogedora, creatividad e innovación… De puertas afuera, tres décadas después la marca Barcelona sigue fuerte. Cuando nos deshagamos de la covid-19, volverá a ser un destino turístico de primera y un escenario inmejorable para congresos y otros eventos internacionales, sede de cada vez más empresas tecnológicas e imán de talento.
La semana pasada, el Plan Estratégico Metropolitano de Barcelona (PEMB) y la agencia de emprendeduría, innovación y conocimiento para el desarrollo socioeconómico de Osona – Creacció me invitaron a participar en la Jornada del Ciclo de la Metrópoli Abierta que dentro del proceso Barcelona demà. Compromís Metropolità 2030 plantea una serie de debates para contribuir a la reconexión del mundo urbano con el mundo rural. En este contexto, moderé una mesa de debate sobre la proyección de la marca Barcelona como activo para el conjunto del territorio que me llevó a preguntarme si, realmente, la marca Barcelona ilumina el país o más bien lo deslumbra. Dicho de forma más prosaica: si el Museo Episcopal de Vic, las empresas de Moià o el patrimonio minero del Bages se benefician del gran atractivo internacional de la capital del país o, por el contrario, el éxito de Barcelona no va más allá de Collserola y, en cierta manera, impide que luzcan los atractivos del resto del territorio.
Después de escuchar atentamente a Dionís Guiteras, alcalde de Moià; Rosa Serra, historiadora y museógrafa del Berguedà; Toni Puig, de la asociación Civitas Cultura, y Josep Maria Riba, vicario general de la diócesis de Vic y director del MEV durante 17 años, me llevé la impresión de que, desde Vic, la marca Barcelona no es vista como propia y, de hecho, tampoco se comparten al 100% su actual formulación. Consol Vancells, responsable de proyectos de marca de ciudad del Ayuntamiento de Barcelona – Barcelona Activa tomó buena nota de ello y, de hecho, se mostró claramente partidaria de que la marca Barcelona sea un gran espacio de colaboración basado en el talento, la iniciativa y el compromiso.
Seguro que el territorio puede sacar mucho provecho de la marca Barcelona ligando su proyección internacional a la de una ciudad que claramente enamora. Como también es evidente que la ciudad debe contar con el territorio para fortalecer y enriquecer su marca. Salí de la Jornada con una idea: el turismo que nos interesa a unos y a otros es aquél que tiene tiempo y ganas de descubrir qué hay más allá del Gótico, la playa, el museo del Barça o el Gaudí más sudado. Que se pasea por los barrios periféricos, pero también se va a Terrassa para visitar el Museo de la Ciencia y la Técnica de Catalunya, a pasar el día en Vic para admirar las pinturas de Sert de la catedral o al Berguedà, a seguir las huellas de dinosaurio del magnífico yacimiento de Fumanya.