Junto a la revolución virtual internauta, que ha conseguido aniquilar los hechos del mundo para crear una vida paralela de tedioso entretenimiento, la mayor mutación que verán mis ojos (a la espera de una hipotética Tercera Guerra Mundial) serán los cambios en el estatuto social de las mujeres. Durante muchos siglos, los machos hemos utilizado a las señoras como síntoma de nuestros desvaríos, lo que ha provocado conductas tan diferentes como emplear su cuerpo para ejercitarnos en el onanismo u ocupar cualquier rincón de poder para así relegarlas a servir cafés, entre otras formas de violencia sistémica. Todo esto ha cambiado de una forma radical y, a pesar de que las mujeres penetren (sic.) lentamente en el mundo de la política y del capital -del mandar y del forrarse, vamos-, la progresión histórica será más lenta que sus deseos. Pero, aunque pese a los machos, en el futuro nosotros nos estabilizaremos mientras ellas ascenderán.
Los hombres nos hemos adaptado forzosamente a las ansias de libertad femenina, simulando que nos gustaba deconstruirnos con una empatía impostada bastante risible. Pero dejémonos de mandangas; en cuanto a la ideología, los grandes cambios estructurales de pensamiento siempre ocurren a causa de un imperativo. En este sentido, las damas del país han hecho santamente en dejar de reivindicar cosas tan básicas como que no las matemos o no les robemos el trabajo y han pasado a la acción de forma mucho más sistémica. Todo esto ha cambiado el paisaje humano de una forma radical, y ahora ya podemos ver a muchas mujeres ejerciendo naturalmente de empresarias cuqui-agresivas, podcasters culturales, o escritoras que monopolizan la novela neo-rural con ínfulas poéticas. Por mucho que digamos lo contrario, a casi todos los machos esto nos provoca una pereza oceánica; pero al menos ahora tenemos la decencia de cerrar la boca.
En este sentido, resulta normal que las manifestaciones de cada 8-M sean un fenómeno más bien folclórico, minoritario y rebosante de pancartas en castellano. En el caso que nos ocupa, las barcelonesas ya se han acostumbrado a ejercer su poder sin necesidad de hacerse el procesista y salir a la calle disfrazadas de folclóricas en busca del lema más original. Esto también ocurre en la mayoría de países civilizados de nuestro entorno y en ciudades de gran modernidad como Barcelona, donde el 8-M pasará más desapercibido que Dijous Gras, puesto que las mujeres poderosas del mundo ya tienen suficiente trabajo dirigiendo países y empresas como para organizar manifestaciones. Aun así, noto que las barcelonesas todavía están enfadadas; las más jóvenes, porque deben aguantar la cruz de la feminidad viviendo en precario y las más maduras, porque han deconstruido de una forma tan radical al macho que lo ha convertido en un ser sumamente aburrido.
Caminando por nuestra querida ciudad, se puede detectar enseguida este enfado tan perceptible en el sector de la hembra. Mientras los hombres vagamos por el Eixample en busca de poder cazar la mirada amable de una conciudadana o de cruzarnos con una de esas madres voluptuosas que dotan al barrio de la esperanza de un flirt, vemos en seguida como -desde hace unos años- nuestras conciudadanas corren apresadas por el mundo, nos miran con un asco poco disimulado y, en el caso de la mujer experimentada, evitan cruzarse con nuestra mirada porque saben que ya no se nos permite ser corteses con ellas. Sé que hoy escribo nociones demasiado abstractas, pero los cambios son así de nebulosos; las barcelonesas están enfadadas, rabiosas con nosotros, por mucho que -en mi caso particular- hayamos dedicado una parte muy significante de la vida a satisfacerlas. Cabreadas por no sabemos muy bien el por qué, las barcelonesas impostan un rostro de amargura.
Yo trato de entenderlas. Pese a conseguir formar parte del ascensor social, con metas como pasar a formar parte del monologuismo nacional en los escenarios del Cruïlla (a menudo sin hacer ni puta gracia), cancelar un comediante por el hecho besar a una chica adulta en un automóvil antes de tener una relación de meses con ella, o algo tan estimulante como ser la mano derecha de Oriol Junqueras y gozar de situarse en las tinencias de alcaldía con más poder del país… las mujeres todavía parecen airadas. Diría que lo único que podemos hacer para ayudarlas es desaparecer por completo o volver a ser interesantes sin representar ningún tipo de alteración en su vida. Son prerrequisitos terriblemente difíciles, pero con tesón se pueden conseguir. Hasta que llegue el Apocalipsis de los hombres, siendo sinceros, seguiremos simulando que la situación actual nos gusta, mostrándonos comprensivos, dóciles, tediosos y altamente prescindibles.