Mi madre cuenta a menudo que, cuando entró por primera vez a nuestro piso familiar en Rambla de Catalunya, alucinó contemplando como justo en medio de lo que después sería mi playground de niñez, descansaba el remanente de una hoguera. En casa vivía una mendiga, muerta hacía poco tiempo, que se calentaba ahí quemando trozos de madera, lo que también había provocado que todas las paredes se tiñesen de un tenebroso color ceniza. A pesar de este panorama absolutamente fúnebre y de la oposición de mi padre (sostenía que comprarse un piso era cosa de charnegos), mi amada progenitora se empeñó en adquirirlo, lo que agradezco con gran entusiasmo si es que, a pesar de mi condición de hijo rebelde, todavía figuro en el testamento. Por obra y gracia del utopismo social de Ildefons Cerdà, en la finca de casa podían compartir existencia aquella desdichada indigente y familias pudientes como la del principal, en un pisazo donde tenían una capilla entera que acabaría mal vendida y repartida en mil anticuarios, víctima de unos herederos sedientos de cash.
Pensaba en todas estas historias (vaya, en mi historia) contemplando la portalada de crucifijos de madera que da a la bienvenida a la celebrada exposición Domus Barcino del fotógrafo y anticuario Jordi Baron. Durante cuatro lustros de oficio recolector, Barón se ha dedicado a fotografiar pisos del Eixample en el brevísimo interregno que deviene entre la muerte de sus propietarios, el inmediato saqueo sin misericordia de los familiares supervivientes en cuestión, y el vaciado final por obra y gracia del anticuario. A los nacionalistas del Eixample esto no nos resulta ninguna novedad: de hecho, todos hemos visto alguna vez a algún miembro del clan Baron comandando un grupo de forzudos en alguna esquina de nuestra amada Cuadrícula (lo sabemos de sobra, y que la familia me perdone el tono sardónico: los Baron tienen un poder secreto a la hora de conocer cuándo una anciana de la calle Mallorca se encuentra a punto de escupir su último aliento ante la mirada avariciosa de una descendencia que, previo a enterrar a la abuelita, ya sueña en cómo gastará un tesoro de acuarelas, libros y candelabros).
Lo que ha hecho Jordi Baron, hay que decirlo de entrada, es una delicia, pues el artista se aproxima a los pisos abandonados sin la pretensión clínica del forense, retratando los salones de una Barcelona que fue acomodada con los ojos de un pintor romántico ante los escombros de Atenas y aquella implicación de notario un tanto sentimental propia del corresponsal de batallas (ausencias presenciales “donde los humanos han ejercido su humanidad”, escribe Plàcid Garcia-Planas, que del tema guerrero sabe un mazo). Ciertamente, las imágenes que nos regala el artista son una naturaleza muerta escultórica de una vida privada que sólo podemos imaginar y que el ojo privilegiado del fotógrafo sintetiza en una despedida de gozosa tristeza. Quince fotos, sólo quince, pero miles de historias, de la tensión para saber quién se queda la primera edición de un poemario de Rosselló-Pòrcel a la visión de una anciana para quien hacer caldo y charlar con las baldossas de la calle Provença cada noche era el único incentivo vital. Lo sabía Miquel Bauçà: el Eixample es un barrio de eremitas y vecinos malavenidos.
Lo que ha hecho Jordi Baron, hay que decirlo de entrada, es una delicia, pues el artista se aproxima a los pisos abandonados sin la pretensión clínica del forense, retratando los salones de una Barcelona que fue acomodada con los ojos de un pintor romántico ante los escombros de Atenas
La arqueología de las cosas (es decir, la fotografía) deviene vital porque los objetos siempre guardan el mérito de ser denotativos. Es en este sentido que una reproducción barata de la cabeza de un césar, mal depositada en medio de un salón del número 43 de la Rambla de Catalunya, puede adquirir más fuerza artística que la fucking Victoria de Samotracia y es así como la presencia fantasmagórica de las lámparas de araña (uno de los hits mobiliarios de estética más nauseabunda del Eixample) ahora gana el perfil del llanto de un adiós desairado. ¡Qué gran trabajo, querido Baron, y qué alegría que la galería Artur Ramon nos lo haya servido en esta cámara oscura dentro de su bellísima galería que tiene la placidez de una tumba proletaria! Oscura, como la ceniza de nuestra casa antes de que fuera casa. Ayer me lo contaba de nuevo mi madre, y yo se lo explicaré a quien me arranque algún día de aquel lugar para que así, antes de malvenderlo todo, alguien haga pervivir la historia de aquel fuego.