Ayuntamiento de Barcelona, Ada Colau
La orfandad de un proyecto político para la ciudad es motivo de alarma. ©Àlex Losada

Barcelona, más allá de Colau

Se esté o no de acuerdo con la perpetuación del colauismo en Barcelona, lo más preocupante que afecta a la capital es la nulidad de cualquier proyecto político que haga justicia a la ambición y a las ganas de trabajar de su ciudadanía

En los últimos dos lustros, Barcelona ha acogido algunas de las manifestaciones populares más multitudinarias del planeta. Adormilado el proceso y con Catalunya retornando parsimoniosa y forzadamente al autonomismo, la ciudad ha mantenido el manifestómetro a la baja y los contenedores se han limitado a ejercer de hogar para la basura de los vecinos. Pero el jueves pasado, la plataforma cívica Barcelona és imparable volvió a llenar la Plaça Sant Jaume con una multitud digna de una velada castellera. Una de las cosas más tediosas que conllevan las manifas son los analistas expertos en manifas, un fenómeno consustancial a la masa que deriva en discusiones interminables sobre el número de manifestantes por metro cuadrado que había en tal o cuál lugar, en las intenciones reales o escondidas de convocantes… y un montón de digresiones bizantinas que, por naturaleza, no suelen dar en el clavo.

Si analizamos las cosas con una cierta objetividad, afrontamos dos cuestiones fundamentales. Por primera vez en los seis años de colauismo en el Ayuntamiento, parece que existe una parte importante de los conciudadanos que asocian la degradación de la ciudad (y esto va de la presencia de turistas ruidosos y meones que padecemos en Ciutat Vella al clima antibusiness de la administración comunera) directa y únicamente a la figura de la alcaldesa. Por mucho que los convocantes de la manifestación no la tramasen con ánimo de jubilar a Ada, en Sant Jaume se respiraba un ambiente poco disimulado de “fuera Colau”. Paralelamente a ello, aquellos que nos afeitamos desde hace tiempo sabemos que las plataformas cívicas, por mucho que se escondan en representantes de la Unió de Federacions Esportives de Catalunya o bajo el Gremio de Fabricantes de Raquetas de Tenis, siempre suelen nacer de la partitocracia más tradicional.

Si ahondamos en estos dos ejes argumentales, prescindiendo de las pretensiones políticas de cada uno, ello resulta en dos conclusiones igualmente inequívocas. Primera que, de momento, Colau ha sobrevivido a cualquier plebiscito sobre su figura con una base electoral marmórea (lo mejor que le puede pasar a una figura que tiene más carisma que capacidad de gestión, ya lo sabemos, es provocar contrarios cuanto más radicalizados mejor). Tanto monta que Colau haya necesitado la ayuda de Manuel Valls “El Breve” o del  Espíritu Santo en persona; lo importante es que ha mantenido sólidamente su trona y ningún rival la ha hecho tambalearse. De hecho, resulta fácilmente comprobable cómo el colauismo gobierna desde 2015 con una sensación inaudita de falta de oposición, un hecho en el que ha colaborado un soberanismo barcelonés liderado por políticos prejubilados o que descansan sus posaderas en el consistorio porque lo de currar en la Gene les da mucha pereza.

Un grupo de vecinos en la manifestación de Barcelona és imparable, en la Plaça Sant Jaume.

En las últimas elecciones municipales, mi buen amigo Jordi Graupera (fundador de un movimiento político que sí superaba el marco mental de los partidos procesistas) ya recordó los barceloneses que la ciudad sólo salvaría su ocaso con la invención de una nueva fuerza política que emanara directamente de la ciudadanía y salvara las dinámicas que han convertido la partitocracia nacional en un lodazal de mediocridad. También hizo notar algo tan sencillo como que, si el soberanismo quería la capital (entendiendo por querer no sólo comandarla, sino aplicar un proyecto de capitalidad de estado mediterránea sin subsidiariedad de Madrid), esta nueva unidad política era la mejor forma de asegurar una victoria y de religar la ambición imparable de los barceloneses a su administración. Graupera, en definitiva, propuso una apuesta inteligente y valiente, y ya sabemos cómo acaban estas cosas en Catalunya…

A través de su alcaldable en potencia, Gerard Esteva, Barcelona és imparable se ha presentado denunciando elementos de preocupación más que relevantes, tales como el hecho de que uno de cada tres barceloneses pueda ser víctima de un delito antes de que termine el año, la presencia de más de 5.000 locales vacíos o un endémico 35% de paro juvenil en nuestra capital. Ningún barcelonés puede sentirse ajeno a estas preocupaciones, pero cuando este mismo ciudadano busca la existencia de un proyecto alternativo al Colauismo o a la nulidad existencial de los partidos consuetudinarios… la respuesta es un silencio prácticamente monacal. De la misma forma que echar  a Colau no es ningún proyecto en sí mismo, la denuncia del desorden en los barrios y repetir cien mil veces que estamos en decadencia (o que, con un poco de esfuerzo, podríamos ser la rehostia) no soluciona nada de nada. Barcelona debe pensarse más allá de Colau, como lo tenía que hacer hace veinte años más allá de Maragall.

Barcelona debe pensarse más allá de Colau, como se tenía que hacer hace veinte años más allá de Maragall

El colega Francesc Soler lo expresó muy bien aquí mismo en nuestro querido The New Barcelona Post: Barcelona no es tan maravillosa e idílica como aparece en las instantáneas de Instagram ni tan insegura y sucia como la pintan los motivados de Twitter. Sea como sea, y nuestra publicación es un buen ejemplo, la capital del país continúa absorbiendo talento de todo el mundo a nivel científico, técnico y humanístico y es la sede de iniciativas empresariales que la convierten en pionera en el marco del sur del Mediterráneo. Pero a este esfuerzo de la conciudadanía, esto es una realidad palmaria, no se corresponde ningún proyecto (ni ningún candidato) mínimamente estimulante. Durante demasiado tiempo, los partidos catalanes han utilizado Barcelona para verter las sobras del poder que reservaban para el Govern, y ahora recogemos los frutos de tanta indiferencia y temeridad. El estado de Barcelona va más allá de Colau, y la orfandad de un proyecto político para la ciudad ya es suficiente motivo de alarma. Y esto no se cura con ninguna manifa.